Opinión

El fútbol en el banquillo

El ‘caso Rubiales II’ es el último ejemplo de la opacidad y la podredumbre del mundo que rodea al deporte rey

Archivo - L'expresident de la RFEF Luis Rubiales

Archivo - L'expresident de la RFEF Luis Rubiales / RFEF - Archivo

Luis Rubiales, de nuevo. Cuando al expresidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) le plazca regresar de sus vacaciones en Punta Cana, será arrestado en el marco de una operación por supuestas irregularidades en contratos realizados en los últimos cinco años por la RFEF que él presidía. Quién podía sospecharlo, la decisión de jugar la Supercopa en Arabia Saudí está bajo la lupa de Unidad Central Operativa, junto a otras operaciones como las reformas del estadio de La Cartuja de Sevilla para albergar partidos de la Eurocopa 2021. Del ‘Pablo, Pablito, Pablete’, que acuñó José María García, al ‘Luis, Luisito, Luisete’. Entre medio, el villarato, el de verdad, el de los negocios de Ángel María Villar en la misma federación. De nuevo, ¿quién hubiera podido imaginarlo?

Por lo visto, todo el mundo no solo lo había imaginado, sino que lo sospechaba, a juzgar por los análisis y opiniones oídos esta semana. A cualquiera a quien le preguntes responde que el mundo de las federaciones es tan opaco y cerrado, plagado de clientelismo y despotismo, alejado del escrutinio público y de cualquier tipo de control de la gestión, que lo raro sería que no hubiese casos de corrupción. En España y a nivel internacional, sólo hay que recordar el Fifagate a cuenta de la concesión del Mundial a Rusia y Qatar. Sí, la Fifa, el mismo organismo internacional que ha concedido el Mundial de 2034.

Bajo la máxima ‘lo que sucede en el campo se queda en el campo’, el mundo del fútbol ha construido un opaco sistema de gobernanza que, unido a la ingente cantidad de dinero que mueve, da pie a que cada vez más futbolistas, entrenadores y directivos aparezcan en las crónicas de tribunales y sucesos, además de las deportivas. Hay casos de corrupción como el de Rubiales y el Fifagate, de evasión fiscal (una larga lista de casos que a menudo se saldan con multas millonarias), y de agresiones sexuales (el penúltimo, Dani Alves, el último, Robinho). Compartían una melodía de impunidad, una expresión de perplejidad cuando a ellos, acostumbrados a vivir en otro mundo, se les aplican las mismas reglas que a los demás (lo que, además, es discutible que sea así).

Por mucho que guste el deporte por sí mismo (once contra once, una pelota y que gane el mejor) el mundo que rodea a lo que sucede en el campo es cada vez más antipático y feo. Es un mundo machista, en el que los jugadores de la Selección no ayudan a sus compañeras del equipo femenino; fanático, en el que cuesta mantener conversaciones racionales y predomina el griterío tóxico en las redes sociales y en demasiados entornos periodísticos; indiferente a los derechos humanos (Arabia Saudí); avaricioso (cada vez más alejado de los aficionados que no se pueden permitir unos precios estratosféricos); e injusto en todo el concepto de la palabra.

Es injusto dentro de su propio mundo, entre los grandes y los pequeños, vistos en el mejor de los casos como un engorro necesario (los grandes tienen que jugar contra alguien) y, en el peor, un romanticismo a extinguir (la Superliga). ¿Puede hablarse de una competición justa con las enormes desigualdades de ingresos existentes? Cuando Barça y Madrid se quejan de que juegan e inferioridad de condiciones respecto los equipos Estado como el PSG, ¿qué pueden decir los equipos de la Liga española sobre, por ejemplo, el reparto de los derechos televisivos?

Pero también es injusto de puertas afuera. El Gobierno se vio incapaz de destituir a Rubiales por el caso del beso no consentido a Jenni Hermoso porque la RFEF tiene sus propias leyes. La atracción brutal del dinero y el peso irracional de la camiseta (Joan Laporta lo define como “madridismo sociológico”, aunque no habla del “barcelonismo sociológico”) explican que en los campos se coreen y jaleen a agresores sexuales y evasores fiscales condenados y/o confesos. Todo ello bajo el escrutinio de cierto periodismo que conoce al dedillo los sentimientos de un jugador (sabe si es “infeliz” en el equipo) pero que se mueve como un pulpo con zancos en los asuntos judiciales y económicos.

El fútbol no sólo se sienta cada vez más en el banquillo de los acusados, sino que debería ir al rincón de pensar. Esta actitud no es sostenible.

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