¿Qué fue de Zuviría?: un destino lleno de curvas

Zuviría, en el Camp Nou

Zuviría, en el Camp Nou / sport

Javier Giraldo

Javier Giraldo

Hubo un momento en la vida de Rafael Zuviría en el que su sinceridad pudo más que su necesidad. “No sé hacer nada y sé hacer de todo”, le dijo a los responsables de la petrolera de Tarragona que estaban a punto de contratarle. “¿Y sabe trabajar con ordenadores?”, le repreguntaron. “Si supiera, estaría en la NASA”, contestó, orgulloso y honesto, fiel a ese espíritu rebelde que le acompaña desde que salió de su ciudad, Santa Fe, en Argentina, para recalar primero en Buenos Aires, luego en Santander y en el verano de 1977, en el Barça de la Transición: de la dictadura a la democracia, de Cruyff a Basilea, de Michels a Udo Lattek. 

Jugó cinco años en el Barça, entre 1977 y 1982, tiempo suficiente para marcar un gol memorable, en los octavos de final de la Recopa de 1979 ante el Anderlecht y para dejar su sello de jugador incansable, uno de esos futbolistas que afrontaban cada partido como si fuera el último. Llegó para jugar de extremo izquierdo y acabó siendo lateral derecho, hasta que Udo Lattek le apartó del equipo.

Era el verano de 1982, poco antes de que desembarcase en el equipo un tal Maradona. “Ya lo conocía porque cuando yo jugaba en Argentinos Juniors, él era recogepelotas. Luego, en un amistoso que se organizó para que los directivos del Barça le vieran jugar, me tocó marcarlo. ‘Hacete el lesionado’, me decía… pero yo lo di todo y lo sequé. Y los periodistas se lamentaron. ‘Vinimos a ver a Maradona y acabamos viendo a Zuviría”. 

El recuerdo de los buenos tiempos dibuja una sonrisa limpia en el trabajado rostro del argentino, puro pundonor en el campo y también lejos del césped. Cuando le tocó irse del Barça, lo hizo resignado, pero orgulloso, rumbo al Mallorca. Y de ahí, de vuelta a su país, para acabar su carrera en el Defensores de Belgrano. 

Colgó las botas y llegaron las dudas. ¿Dónde vivir, qué hacer? Invirtió sus ahorros en un criadero de pollos en Santa Fe junto a su hermano. “Pero me engañó y acabamos mal, en juicios. Fue triste, pero es la ley de la vida”. Se divorció de su mujer y regresó a España. Probó suerte como intermediario de futbolistas. “Mi carácter no estaba hecho para algo así”.

Buscó refugio en Antonio Tamayo, el encargado de organizar los viajes del Barça, y en Josep Maldonado. Le ayudaron a buscar trabajo: primero, como empleado de seguridad en un almacén. “Pero había que llevar pistola y dije que no, que yo no estaba hecho para llevar pistola, tengo un pronto muy fuerte”, sonríe. 

"Supe que aquello no era para mí"

Luego llegó el episodio de la petrolera de Tarragona. “Cuando me dijeron que si algo fallaba, podía volar por los aires toda la ciudad, supe que aquello no era para mí”. El destino le ofreció un puesto de comercial en Reverté, una fábrica de carbonato de calcio. Con la vida reconducida, aún tendría otro partido por jugar: en una ‘Trobada’ de penyes conoció a Nela, su actual mujer. Vendía vinos y cavas en una cooperativa y Zuviría acabaría trabajando con ella. “Me dijeron, ‘¡cuánto quieres cobrar?’, y yo les dije que un millón de pesetas, ya puestos a pedir”. No fue un millón, pero conoció toda Catalunya… hasta que la cooperativa quebró. 

Parecía que la vida le ponía nuevamente a prueba, pero salió adelante. “Tenía una cartera propia de clientes”. Repartió cava y fabricó chapas para botellas con fotos suyas como jugador, pensando en los coleccionistas. Pero siempre hay que regatear rivales, como el tobillo maltrecho que ahora le complica la vida. Hace cinco años se infiltró para jugar un partido y las cosas se complicaron.

El hueso se estropeó y después de ver a más de veinte médicos, espera una operación que le permita doblar el pie. Le dieron la invalidez permanente absoluta, pero Zuviría no se separa del cava ni del fútbol: los martes y los viernes se le ve en el local de la Agrupació Barça Jugadors y en el Mini. Ve los entrenamientos de sus compañeros y de vez en cuando reparte alguna botella.

Para brindar por los buenos tiempos.