Eternos rivales, divino caos

Los complementos de la rivalidad son variopintos pero en su esencia siempre permanece un elemento: la vecindad

Eternos rivales, divino caos

Eternos rivales, divino caos / SPORT

Aitor Lagunas

Aitor Lagunas

En anteriores entregas de Sport Dossier nos hemos preguntado qué convierte a un partido de fútbol en un derbi. Un enfrentamiento social, una dualidad política, quizá una pugna barrial... Los complementos de la rivalidad son variopintos pero en su esencia siempre permanece un elemento: la vecindad. Definitivamente, un derbi supone un encuentro disputado entre dos equipos de una misma ciudad. Y ojo porque aunque resulta obvio de enunciar, ese último detalle no siempre es sencillo de consensuar.

Nadie dudará del derbi de Barcelona por mucho que el estadio del Espanyol se ubique desde hace 12 años fuera de los límites de la capital catalana. Tampoco se podrá reprochar al Manchester United albergar sus duelos contra el City en un recinto construido en la cercana localidad de Trafford. De igual manera el Anderlecht disputa el derbi de Bruselas a pesar de no pertenecer a ese Ayuntamiento. Hay casos en los que la vecindad futbolística abarca un territorio mayor de lo que oficialmente dibujan los mapas, como si la potencia de este deporte generase su propia cartografía. Es el caso de Atenas, cuya área metropolitana incluye la capital griega pero también la localidad marítima de El Pireo. La tensión entre el centro bienestante (representado por el Panathinaikos) y la población portuaria (apiñada en torno al Olympiacos) nutre desde hace un siglo la gran rivalidad del fútbol griego. Un derbi que, quizá sin serlo a criterio de los más puristas, constituye uno de los ejemplos más extremos de lo que precisamente supone un derbi: un enfrentamiento total y absoluto, en cualquier competición, categoría o incluso disciplina en que coincidan ambos clubes. Lo cual, tratándose de entidades polideportivas, puede suceder más de una docena de veces al año.

Dejando de lado el caso de los otros deportes, que a veces igualan e incluso superan la acritud de los enfrenamientos futbolísticos –en 2007 hubo un aficionado muerto en un Panathinaikos-Olympiacos de voleibol femenino–, estos partidos suponen ‘El derbi de los rivales eternos’. Ese es al menos su apodo más suave; otros, con un sentido aún más trágico, lo denominan como ‘La madre de todas las batallas’. Por su parte, la BBC británica lo nombró en 2014 “el derbi más loco de Europa”. Y es que como en otras rivalidades propias del continuo Balcanes-Grecia-Turquía, el uso de la pirotecnia reviste a estos partidos de una explosividad quizá muy visual pero también algo peligrosa a juicio del visitante más cauteloso.

Distancia competitiva

Descartemos que se trate del mejor partido para compartir con alguien que nunca haya ido al fútbol. Puede resultar demasiado crudo. Mantiene un cierto aroma a testosterona mediterránea y a ojos de los menos iniciados este derbi resultará ridículamente encarnizado, como si muchos de los que lo presencian en el estadio parezcan participar de un trance colectivo exagerado para un simple acontecimiento deportivo. Pero es que bajo unas cuantas capas este derbi es también eso, un partido de fútbol entre dos equipos vecinos. Los más exitosos de su país.

Tal vez sobra el plural porque en los últimos 25 años el Panathinaikos solo ha quedado en dos ocasiones por encima de su rival. Coinciden con sus únicos dos títulos de liga en este cuarto de siglo; en ese lapso, Olympiacos ha acumulado 21. La distancia competitiva es hoy más grande de lo que lo fue nunca. Y aunque Panathinaikos siga siendo el segundo club más grande de Grecia –y el único que ha jugado una final internacional, nada menos que de la Copa de Europa– el partido del próximo fin de semana carece de interés en la tabla. El Panathinaikos apenas otea desde su cuarto puesto a un Olympiacos que lidera la tabla con 16 puntos más.

Lejos quedan los años en los que la liga griega era una moneda lanzada al aire: o ganaba uno o el otro. Hasta que el dracma cayó de canto. Sucedió en el curso 1981-82, cuando con Olympiacos y Panathinaikos empatados a todo hubo que improvisar una final. Vicente Estavillo, un olvidable medio charrúa, logró en aquel duelo a cara de perro uno de los pocos goles de su carrera para darle el título a los de El Pireo. Otro protagonista improbable de este derbi fue el árbitro leonés Enrique Blanco Pérez. Suyo fue el silbato en una de las diez finales de copa dirimidas entre los dos grandes del fútbol griego, que en algunas épocas se confiaban a colegiados extranjeros. Con la mala suerte de que la de 1960, la suya, fue la única que exigió replay. Olympiacos acabó ganando y Blanco –que tuvo que pitar los dos partidos–, retirándose esa misma temporada.