Festival de San Sebastián
Robin Campillo indaga en su propio pasado colono en el Madagascar de los 70
‘La isla roja’ entrelaza recuerdos y fantasías con sucesos políticos para evocar tanto el final de un niñez como el de la ilusión colonial en la isla africana
Nando Salvà
Mucho antes de tomar las calles de París en defensa de los enfermos de sida, Robin Campillo fue un mocoso que vivía en una base militar francesa en Madagascar, una burbuja que por entonces le parecía idílica y que con el tiempo recordaría con amargura. Y esos años de infancia protagonizan el primer largometraje que dirige después de ‘120 pulsaciones por minuto’, la
película
que lo consagró internacionalmente y en la que recreaba aquella juventud activista. Presentada hoy a concurso en el
Festival de San Sebastián
, ‘La isla roja’ entrelaza recuerdos y fantasías con sucesos políticos para evocar tanto el final de un niñez como el de la ilusión colonial en la isla africana.
Sobre el papel, en 1972 Madagascar ya era una república independiente desde hacía 12 años, pero seguía permitiendo la presencia del ejército francés a modo de apoyo de las autoridades locales. A efectos prácticos, eso sí, los militares galos hacían poco más que disfrutar de fiestas, barbacoas y excursiones a la playa mientras mantenían una posición de superioridad y de abuso socialmente aceptado sobre la población. Campillo recrea aquella realidad a través de la mirada de su pequeño ‘alter ego’, Thomas, que no comprende el significado y las repercusiones reales de la vida que lo rodea, y que a menudo busca refugio en el mundo de la fantasía.
Y lo hace a través de una pausada sucesión de escenas en las que en apariencia no suceden grandes acontecimientos, pero a lo largo de las que lo que inicialmente parece ser una mirada nostálgica se va revelando como un alegato contra el colonialismo a medida que los y las malgaches van apoderándose gradualmente de la narrativa de la película. Y entretanto, mientras envuelve de melancolía ese falso paraíso, Campillo captura con precisión la elocuencia de los silencios y las miradas, y la tristeza infinita que se esconde tras una foto de familia aparentemente banal.
También lo autobiográfico es el punto de partida del segundo largometraje de Kei Chika-ura, otra de las películas que este año aspira a la Concha de Oro. En concreto, ‘Great Absence’ se inspira en la experiencia del cineasta japonés como testigo de la batalla de su padre contra la demencia para contar el viaje que un hombre emprende a través de recuerdos perdidos y fragmentos vitales con el objetivo de reparar su relación con el progenitor enfermo. El
director
alterna pasado y presente de un modo que no solo enfatiza su excepcional habilidad para narrar con imágenes sino también deja claro hasta qué punto nuestras memorias, tanto las amables como las dolorosas, se van refractando a través del tiempo. Entretanto, no necesita hacer concesión alguna al tremendismo para recordarnos el sufrimiento que el declive mental causa no solo en quienes lo sufren sino también en sus seres queridos.
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