Una noche gélida. Con tintes de surrealismo. Tan extraña como finalmente dulce. Sobre el césped del Olímpico de Kíev, cuando quedaba alrededor de una hora para que diera comienzo el encuentro, tan solo se asomaron a palpar el terreno los más jóvenes. En un grupito estaban Konrad y Dest; en otro, Mingueza, Riqui y un par de figuras más indetectables entre las capas de ropa y la mascarilla en la cara. El resto, los más veteranos, acostumbrados a estas lindes, permanecieron en el calor del vestuario. Tenían suficiente con las dos horas que les esperaban merodeando los cero grados. Empezó el partido.

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