Su majestad, por supuesto que hay segundo

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Josep Lluís Merlos

Josep Lluís Merlos

La edición de 1851 de la regata del trofeo de las 100 Guineas fue ganada por la goleta “América” delante de las embarcaciones inglesas del conde Wilton. Aquel resultado dio pie al nuevo nombre de la competición más famosa del mundo de la vela: la Copa América. Apabullada por la afrenta que la armada británica estaba sufriendo en manos del velero del Yacht Club de Nueva York, la reina Victoria preguntó: “¿y quien va segundo?” A lo que el armador del sindicato de su país le respondió: “Su majestad, no hay segundo”. El impacto emocional de aquel correctivo dio pie, años más tarde, a que alguna descendiente de los protagonistas de esta historia se diera a la bebida (a la ginebra, concretamente), y que se instalara en el acervo popular una cierta tendencia a devaluar cualquier tipo de subcampeonato.

La permanente instalación del deporte español del motor en el éxito ha producido un efecto parecido. No a la afición por la priva, sino lo otro. Sin embargo, no siempre fue así. Celebramos el primer punto solitario de De la Rosa o Marc Gené en la F1 como si de un título se tratara, por no hablar de los primeros resultados de Sito o Garriga cuando subieron a la clase reina. Luego, fenómenos como Sainz, Alonso o Marc Márquez nos acostumbraron a delectarnos con sus victorias de tal modo, que todo lo que no fuera ganar se convirtió en un “su majestad, no hay segundo”. Y esto es injusto. Un campeón del mundo, de lo que sea, alguien que es capaz de ser el mejor de todo el globo en cualquier actividad -pilotar, saltar a la comba o amaestrar gamusinos- es la pera.

Pero quien ha sido capaz de plantarle cara -el segundo- también lo es. Por eso genera una cierta tristeza ver lo poco que se ha celebrado (y disfrutado) el segundo puesto de Alex Márquez en Le Mans en la carrera de MotoGP, como si fuera un trámite, una fruslería, algo que años atrás nos hubiera hecho saltar a la calle -mascarilla mediante- para abrazarnos en Canaletes como si no hubiera un mañana y sin respetar ninguna distancia social. Disfruté mucho de la conducción del “petit”, cuyo corazón no cabe ni en la vitrina de trofeos de su hermano. Y donde, por cierto, el bonachón de Alex tiene -casi nada- dos títulos de campeón mundial de Moto3 (2014) y Moto2 (2019). Dos diplomas que no le ha regalado nadie, y que tal vez requerirían de un respeto superior al que a veces se le tributa.

Verle surfear con su Honda en el oleaje de Le Mans era más que un deleite estético. La contundencia de su solido pilotaje no es sino consecuencia de las horas que tanto él como Marc han pasado entrenando, haciendo dirt-track, moto-cross, y lo que hiciera falta para interpretar cómo se comporta una moto sobre una superficie deslizante. Dicen que el primer pódium es el más difícil (y más en esta categoría no apta para diletantes), y que una vez conseguido los siguientes llegan a un ritmo más alegre. No esperen de mi que escriba la palabra “fácil” para definir nada de esta cabronada de oficio. En Motorland llega la primera ocasión de comprobarlo. Ojalá.