OPINIÓN

El evangelio de Johan

Johan Cruyff, en un partido en su primera etapa con el Ajax

Johan Cruyff, en un partido en su primera etapa con el Ajax / EFE

Josep Maria Fonalleras

El Viernes Santo es cuando Dios muere en la cruz. A las tres de la tarde, según los Evangelios. El jueves, estaba yo comiendo tranquilamente una paella ante el mar, justo a las tres de la tarde, cuando recibo un mensaje que dice: “Se ha muerto el maestro de maestros”. Intuyo que no se refiere a Jesucristo sino a otro dios y sé, por alguna extraña conexión astral, que mi amigo habla de Cruyff y de ninguno más. Esta Semana Santa, pues, habrá dos dioses fallecidos. Uno, resucita el próximo domingo de Pascua. El otro, lo hará cada vez que le veamos en el césped, porque vamos a seguir viéndole, que para eso están los vídeos y los recuerdos de cada uno y el homenaje íntimo que cada culé le dedicará desde hoy y hasta el fin de los tiempos. 

Hace unos días, otro amigo, Jaume Subirana, me enviaba un resumen en YouTube de los mejores momentos de la carrera del holandés, del único ‘14’. Porque sí. Como un regalo. Para disfrutar sin más, porque esos reportajes nacieron para eso, para que a uno le caiga la baba sin miramientos y sin vergüenza. El diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que “caérsele a alguien la baba” significa “dar a entender que esa persona experimenta gran complacencia viendo u oyendo algo”. Bueno, eso es lo que me pasó ese día. Con el Ajax, con esa Holanda que nunca ganó (¡qué injusta la vida!) un Mundial, con el Barça, claro, incluso con el Levante, ese Johan provocaba la “gran complacencia”, que es algo que nos pasa a los que amamos el fútbol como una de las bellas artes. Esos cambios de ritmo, ese serpentear, ese levantar la cabeza para ver el centro imposible con el exterior del empeine, esa extrema velocidad, el vaivén, el disturbio que creaba en el área, la pirueta. Ya lo dijo hace más de cuarenta años Manolo Vázquez Montalbán: “Es duro, alámbrico, fibroso, melenudo”. Dejó después de ser melenudo, pero siguió siendo todo lo demás. El duro que se volvía grácil en sus esprints, el alámbrico que se torcía sin romperse, la fibra que no era óptica sino que procedía de un músculo que tensaba el regate con el defensa y con la historia. Cualquier elogio ditirámbico de Johan (y también sus claroscuros, una tremenda personalidad que se debatía entre lo sublime y lo muy humano) debe referirse finalmente a una sola circunstancia. Más allá de las tácticas, de la creación del 4, del fútbol ofensivo y total, de las ‘cruyffadas’, de la cima del 0-5 en Chamartín o de Wembley en el 92, más allá de las oscuras cavernas de Atenas, lo que Johan nos enseñó fue una nueva manera de entender este deporte y, con el deporte, lo que somos. Aquí se trata –en el fútbol y en la vida– de salir y disfrutar, de abandonar la rigidez para llegar a la belleza. Con aire de fiesta, parampanpán. En un momento dado, eso es, como diría Keats, lo único que es preciso saber. Cruyff resucitará cada vez que recordemos los dos mandamientos de su evangelio.