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Yo quiero ser Prefontaine

No nos importaría ver en estos JJOO una derrota como la de Steve Prefontaine en los de Munich 72. Fue un ejemplo en todo el sentido de la palabra.

Vivió deprisa. Murió joven y dejó un cadáver a los 24 años en un accidente de tráfico, aplastados los pulmones frente a la carretera. Fue la vida de Steve Prefontaine, eternamente joven, uno de esos nombres que escandaliza nuestra memoria y que nos invita a saber más, tantas agallas en tan poco tiempo. El derecho a idealizarlo a él, a su bigote, a sus camisetas de tirantes de algodón o a su manera de correr. Aquel grito ensordecedor del estadio, “¡Pre, Pre, Pre!”, prueba de sangre y fidelidad, eterna sensación de nostalgia la que nos queda. Un tipo, en definitiva, que no se sabría como encajar en esta época en la que todo tiene un precio.

Admito que no soy neutral, que, a través de mi padre, crecí idealizando atletas que desconocía como Lasse Viren, Frank Shorter, Mariano Haro y Prefontaine, sobre todo Steve Prefontaine. Y estos días, después de leer la magistral obra de Carlos Fidalgo, ‘Septiembre negro’, he sentido la tentación de regresar a él y, si fuera por mí, de darle un abrazo. El libro tampoco es neutral. Narra 28 historias sucedidas en los JJOO en las que es imposible mantener el equilibrio. Retrata emociones crueles, incapaces de sobrevivir a ellas sin besarlas los labios. Y una de ellas es la de Prefontaine que regresa a los Juegos del 72, al estadio Olímpico de Munich, a la carrera final de 5.000 metros que dio para una novela. Envenenado por el ácido láctico, Prefontaine fue incapaz de responder al británico Ian Stewart en la última recta. No fue ni medalla de bronce siquiera: la muerte siempre tuvo un precio.

Siendo un atleta clave para la sociedad norteamericana, no logró nunca una medalla olímpica. No hubo más Juegos en su vida. Murió en 1975. Nunca supimos qué pasó por su cabeza en el último instante de su vida. Sí supimos lo que nos dejó y que Fidalgo retrata en la soledad de ese libro como “un hombre que no perseguía la gloria ni el dinero” y que vivía sin dolor. “Cuando no corría huía de los aduladores como de la peste y perseguía a las mujeres en las fiestas”. Pero Prefontaine era así: una promesa cumplida o un estado de ánimo que nos ayudó a  perder el miedo, a creer en los finales felices o a defender que corriendo también se puede hacer una obra de arte. Quizá por eso endurecía las carreras tanto como podía. En cada vuelta proponía una guerra y si los libros de historia no nos engañan, Prefontaine nunca desconfió de su pundonor. De ahí nació un atleta sin intrigas que se negó a demostrar que rendirse fuese una opción. Así que, en realidad, Prefontaine pudo ser la letra de una canción inolvidable que nos invita a imaginar como sería él hoy, a los 65 años, si la vida le hubiese dejado envejecer.  “Un hombre puede fallar muchas veces, pero no ha fracasado hasta que comienza a culpar a alguien más”, decía.

Hoy, le agradezco a Carlos Fidalgo que me haya consentido a volver a él. No sabría siquiera como agradecerle la suavidad con la que describe el drama del día de su muerte en los vestuarios de Hayward Field en los que nació el mito de Steve Prefontaine. Hoy, casi cuarenta años después, uno aún no tuvo tiempo de olvidarse de él o de imaginarle cenando un perrito caliente con una cerveza junto a una mesa de billar. Por lo visto, Prefontaine era así y no existió nadie capaz de derribar sus propias reglas. Tuvo que ser interesante conocer a un tipo así, verle salir de la siguiente curva y no asustarse nunca frente a la fatiga. Tenía coartada. No corría por dinero. Corría por agallas y tanto amor no podía estar equivocado. Por eso quienes adoramos la nostalgia nunca dejaremos de volver a él. De paso tampoco nos importaría volver a ver en estos Juegos una derrota como la suya en los de Münich 1972. El estadio volvería a gritar “¡Pre, Pre, Pre!” y, entre nosotros, Carlos Fidalgo le pondría la letra.

@AlfredoVaronaA


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Un boxeador gitano enfrentado al mito de la raza aria. Gimnastas judías a punto de morir gaseadas en Sobibor. Un fondista palestino encerrado en la franja de Gaza. Velocistas con el puño en alto, descalzos en un podio. Nadadoras que encogen el brazo. Hitler, derrotado por el nieto de un esclavo Y once atletas israelíes secuestrados por terroristas árabes en un apartamento de la Villa Olímpica de Múnich, mientras en una cocina de Tel-Aviv se fragua la venganza. Aquél fue, sin duda, un septiembre negro.

  • Nº de páginas: 144 págs.
  • Editorial: CASTALIA

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