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El sénior no está muerto

Uno se puede retirar del trabajo, del azúcar, del café, de la sal… pero hay quien nunca dejará de correr, lanzar o saltar, porque hacerlo es para ellos una necesidad casi fisiológica, tan básica como comer o respirar. Son los llamados másters, séniors o veteranos, según la zona geográfica. Los olvidados. Los que nadie recuerda que en el atletismo existen. Se habla poco o casi nada de ellos. Y es que la imagen arrugada no vende en esta sociedad obsesionada por ofrecer una imagen tersa y brillante, una sociedad donde la arruga solo se admite como pliegue de calcetín, siempre y cuando el pantalón lo disimule.

Nunca verás a señores mayores aparecer en una valla publicitaria con esas zapatillas tan molonas color flúor que solo calzan pies veinteañeros. En cualquier caso, estoy casi seguro de que si alguna marca se atreviera a realizar con los séniors una campaña para anunciar ropa deportiva, se apuntaría un tanto por la novedad. Pero mejor será que no. Dejemos a los veteranos tranquilos. Afortunadamente, a la edad de setenta años -la de los que conforman  una de las categorías más longevas del atletismo- el lomo de los cueros está hecho del amianto de los tejados, es ignífugo y, por tanto, las etiquetas de las marcas en el cuello de las camisetas no les pican. No molestan. Importan menos que nada.

En principio, se considera veterano a los que rondan los 35, 40, 50, 60, 70, 80… Pero no se vayan todavía, aún hay más. En el maravilloso corto documental que podéis ver a continuación, “El sénior no está muerto”, aparece en plano un héroe de 97 años llamado Giuseppe Ottaviani vistiendo la camiseta azurra. Ottaviani el Magnífico es el único competidor que gana en todas las pruebas de su categoría, la de más de noventa años. Resulta conmovedor el momento en que vemos cómo el hombre se prepara y pone todo su empeño en coger carrerilla para efectuar un salto de longitud. Y  ¡hop! ¡Proeza! Consigue saltar… ¡nada menos que un metro! Eso para él es gloria bendita.

Este admirable corto lo descubrí casi por casualidad en el pasado Festival de Cortos de Cine de Barcelona (Mecal). Está dirigido por el húngaro Simonyi Balázs y guarda en su metraje las semillas que hacen grande a este deporte: imparcialidad, diversión y respeto. Incluso cuando se trata de una carrera. Incluso cuando su protagonista es una persona mayor.

Es uno de esos cortos que se hacen cortos de duración. Solo cinco minutos de metraje. Pero de los que luego, cuando les das una vueltecita en tu cabeza y los reflexionas, encuentras que su medida de tiempo es la justa y necesaria para calar hondo. Una vez visto crea adicción y dan ganas de repetir la experiencia unas cuantas veces más. Pruébenlo. No les engaño.

Gran parte de la excelencia del corto radica en un bellísimo arranque de unos dos minutos, en los que se descubre a los séniors calentando antes del comienzo de la competición Internacional indoor, celebrada en tierras húngaras. En él se van sucediendo unos planos, apuntalados solamente por unas notas minimalistas de órgano, muy hipnóticas y sugerentes, que logran impregnar las imágenes de una atmósfera muy, muy íntima que traspasa la pantalla y envuelve al espectador, generando una complicidad entre este y los atletas. Y esa intimidad que se establece hace que el corto logre alejarse de los derroteros más obvios de la épica y la heroicidad que tanto se dan en estos trabajos llamados “de superación”. Así es cómo el director consigue su impacto original.

Y cuando la cámara de Balázs se clava en la pista de competición, este introduce cinco o seis intervenciones que tienen igual o más valor que las poderosas imágenes iniciales.

La razón de todo esto es el deporte [dice un sénior taxista inglés, mientras espera sentado su turno para competir]. Nos encanta, nos encanta la competición. Pero también nos encanta toda la gente que conocemos aquí.”

Y la intervención más hermosa:

“Es tan agradable practicar deporte…  es parte de mi vida.”

Hay momentos también muy divertidos. Sobre todo ese que sale de la boca de una sobrada lanzadora de martillo, que aparece con sus gafas de sol en plan Matrix de la tercera edad: “Creo que tengo de 25 a 26 medallas de oro porque he participado muchos años… Como soy una buena lanzadora de martillo, normalmente siempre consigo una medalla“. “Hala“,  añade la lanzadora, tope orgullosa.

Uno de los veteranos quiere dejar claro que no se trata de la típica partidita de dominó en el hogar del jubilado. “Es fácil minimizar el esfuerzo, pero aquí hay un montón de entrenamiento. Si no, puedes acabar lesionado fácilmente“. Nos consta que es así.

Pero, si tengo que elegir un momento predilecto en todo el corto, es ese en el que vemos a una sénior muy sénior con la camiseta de Portugal entrando en meta y ganando con solvencia su prueba.  ¡Ojo! No es una atleta cualquiera. Si ponemos atención veremos cómo su cabeza y su cuello tiemblan como la cola de una lagartija. Probablemente, ese temblor obedezca a un estado muy avanzado de Parkinson. Aun así, ahí está ella, una heroína. Una heroína que no necesita capa. Le basta y le sobra con calzarse unas zapatillas de clavos. Es impresionante ver cómo entra en meta esta mujer que, dicho sea de paso, guarda en el ADN de sus arrugas los vestigios atléticos de un país como Portugal, que llegó a reinar en el fondo mundial.

Quien más quien menos, en su parque o pista de entreno verá ejercitarse a un veterano de edad avanzada como los que vemos en el corto. A mí me encanta observarles. Sobre todo a los más mayores. Zancadores de la tercera edad que avanzan con sus característicos pasos cortos y rápidos como los de los pajarillos que van dando saltitos cuando caminan por el suelo. Siempre que veo pasar a los veteranos me cuesta pensar cómo logran hacer para no perder el equililibrio, a pesar de que muchos de ellos llevan el cuerpo muy inclinado hacia adelante, como si fueran perchas de alambre cargadas de ropa. Parece que van lentos, pero es solo un engaño de la percepción, no debemos equivocarnos.

Hay que usar la imaginación y hacer la equivalencia. Imagínate que tienes un cuerpo joven de 20 años, por decir algo, que no es mi caso, pero bueno. Imaginémoslo. Imaginemos que, de improviso, a esa mente de 20 años le cargas el cuerpo envejecido de una persona de 80. Muchos de nosotros nos quedaríamos mentalmente paralizados al experimentar en nuestras carnes el peso de plomo de los achaques de la edad. Y solo el pavor que nos entraría al pensar en arrastrar esa pesada carga nos impediría dar en una carrera más de tres pasos. Sin embrago, ahí están ellos. Llevan toda la vida corriendo. Bregan con todos los dolores. Son sabios y, muy importante, saben escuchar a sus cuerpos. No cejan en su empeño y tienen muy claro que el día que paren lo harán por la puerta grande. Son los veteranos. Los campeones de la vida. Están aquí y han venido para quedarse.

Ilustración: Abel del Castillo

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