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El barrendero que no te imaginas nunca

Hoy cuento una historia personalísima que solo me ayuda a explicar que a veces los sueños del periodismo pueden ser tan frágiles como los del atletismo. Y que no sé si es justo. 

Lo conocí hace años.

Hace tantos años que me recuerda a una de las mejores épocas de la vida, la universidad de periodismo, el primer año, los sueños a estrenar, algún día iré de enviado especial a un Mundial de fútbol: ya lo verás.

Lo recuerdo a él como a un tipo muy tímido que, como yo, tenía la costumbre de colocarse en las últimas filas de esas clases tan largas y anchas de la Facultad.

Él decía “porque me da vergüenza”; yo le rebatía que “la tontería se coloca en primera fila para ser vista; la inteligencia en la última para ver”, qué cosas tienes, me decía él, ¿de dónde sacas esas frases?, ya ves.

Sin previo aviso, un sábado coincidimos en un cross universitario en la Casa de Campo, qué sorpresa.

– ¿Qué haces aquí?

– A mí es que me gusta correr, yo es que corro ¿sabes?, el año pasado hice los 20 km Adidas y, desde entonces…

La verdad es que él corría como los ángeles. 

Me acuerdo que fue el primero al que vi bajar de 3’00” en un 1.000 en la pista de atletismo.

De hecho, se lo cronometré yo mismo en la de la Ciudad Universitaria: 2’48”

Y también recuerdo que siempre le decía:

– Puedes ganar el siguiente cross.

– Qué cosas tienes. Qué exagerado eres.

Él quedaba cerca de los mejores aunque no lo suficientemente cerca como para ser uno de los mejores.

Al año siguiente, no volví a verlo.

En la era digital no hubiese pasado, pero la España de antes era asi.

Los veranos se hacían muy largos porque no existia internet, porque no existían los moviles y porque en casa tenías libertad condicional para llamar por teléfono. 

Cada llamada costaba una pasta: no digamos una conferencia.

Tambien pregunté y preguntamos los compañeros en Secretaría y nadie sabía nada: no está el sobre de su matrícula.

Nunca más volví a encontrar a nadie con el que hablar por los pasillos de la universidad de Aouita o de Rono o de Skah. 

Nadie volvió a decirme: “Ereng, a mí el que me gusta es Paúl Ereng, el de los 800 en los Juegos de Seúl”.

Tenía buen ojo el tío.

Luego, el tiempo, como la distancia, cumplió con su trabajo de olvidar.

Pero hace dos semanas, volviendo de casa de mi madre en autobús por la calle Arturo Soria, sucedió una de esas cosas que supongo que para los escritores es como para los futbolistas marcar un gol por la escuadra. 

Y en la otra acera vi la figura de un hombre que menospreció mi indiferencia. Y me bajé en la parada inmediata como si me protegiese de un aguacero.

Y fui hacia ese tipo que, efectivamente, era él.

– Oye, ¿no serás tú…?

A pesar de las arrugas debajo de sus ojos, mantenía una figura parecida, el pelo abundante y hubiese prometido que sus gafas eran las mismas que llevaba de estudiante.

– Y tú eres Alfredo…

– Sí, claro.

Y me explicó que aquel verano de hace más de 25 años, como si fuese una operación a corazón abierto, a su padre le destinaron a Santiago de Chile. Y él, que era huérfano de madre y que era hijo único, se fue con él.

Y a partir de ahí ¿qué?

– ¿Fuiste de enviado especial a una Copa de América?

– No tuve esa fortuna.

– ¿Y tú? -me preguntó

– Bueno, yo, pese a todo, no he dejado de escribir ni de correr… – contesté tiritando de miedo o de suspense quizás: como si hubiese visto un fantasma.

– ¿Ganaste allá alguna carrera?

– Qué cosas preguntas: no cambiaste. 

– Como nos dijeron la primera vez que entramos en clase: “el periodismo no es saberlo todo, sino preguntarlo todo” -le rebatí.

– Es verdad. Pero no, ya no es como antes: ya sólo corro para mantenerme, para sujetar los nervios, para desahogar la cabeza.

También me contó que terminó periodismo en Santiago y que luego hizo Derecho y que trabajó años en la gestoría de unos supermercados y que nunca se casó y que durante 8 o 10 años se dedicó a cuidar a su padre (uno de esos enfermos terminales que no se mueren nunca) y que un día (acabado todo) decidió regresar a Madrid.

– Necesitaba olvidar.

Realmente la conversación se hizo muy chica porque él tenía que trabajar.

De hecho, estaba trabajando en la única cosa que había encontrado desde que volvió a Madrid, de barrendero, a golpe de sustituciones por ahora, algo hay que hacer, todavía queda camino para la jubilación.

– Ya me ves.

– Ya veo.

– Pero feliz – añadió-, porque la felicidad también cabe en una caja de zapatos.

– ¿ Y si quedamos a correr algún día? -le pregunté-. Yo voy donde me digas…

Prefirió apuntar mi número y quién sabe lo que pasará.

Si algún día me llamará o la vida nos concederá tiempo para esperar otros 25 o 30 años.

Sí sé que me fui con el alma en los huesos como en la letra de las canciones.

Que decidí volver caminando a casa, desafiando a la nostalgia,  pensando qué los sueños del atletismo a veces pueden ser tan frágiles como los del periodismo.

Y que no sé si es justo.


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