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No tenía que haberte conocido

La lucha por la vida del atleta Jose Luis Capitán sigue dejándonos días memorables y recuerdos que, a pesar del pelo blanco, se niegan a envejecer

El último texto que he leído de él en ‘La Nueva España’ de Oviedo se titula: “Profe, le presto mis manos”. No hubo negociación posible. La emoción entonces regresó a casa como la última vez que le vi, en el despertar de una heladora mañana de domingo del mes de febrero. Fue en el parque de ‘El Paraíso’ de la Avenida de Arcentales de Madrid donde la memoria nos recuerda que fuimos distintos. Viaja a tiempos en los que no importaba que esto pertenezca al barrio de San Blas ni que el parque despertase amenazado con jeringuillas tiradas al suelo ni que hubiese coches de policía ni que se nos olvidase la pena de lo que pudo haber sido y no fue para todas esas gentes. Hoy, el parque de Arcentales ha envejecido y, como todo lo que envejece, se ha moderado. Pero su elegancia continúa siendo la de la humildad, la de los héroes de la tercera edad y hasta la de los perros que se saltan los semáforos. Y, precisamente, en ese escenario fue donde empezó a correr José Luis Capitán Peña y no se sabe si todo eso le hizo diferente.  Sólo se sabe que era el mediano de tres hermanos que no tenían miedo al día de mañana. El dorsal era su avión privado y lo que, en realidad, les diferenciaba de la clase media. A nuestro lado, no corrían: volaban.

Pero hoy ya es distinto. Aquel día, aquella mañana de febrero,  José Luis Capitán no volaba y ni siquiera corría. Sin embargo, el instinto era el mismo de entonces, tan honesto como todas aquellas veces en las que rompía el reloj a primera hora de la mañana en el parque. Sólo cambió la velocidad de los recuerdos. Esta vez Capitán había salido a caminar, porque la paz empieza ahora caminando fusionado, si hace falta, en dos o tres capas de ropa o en aquel gorro que casi impedía reconocerle. El frío no solo respetaba el invierno. También fue el testigo perfecto de esa mañana en la que su mujer Tere corría metros más arriba ella sola presentando cara al esfuerzo, la cara oculta de una enfermedad que no tiene horario de oficina. Dura las 24 horas del día. Lleva más de dos años ocultando su nombre y paralizando sin medida a José Luis Capitán. Hoy, a fuerza de escucharle, ya no se sabe si es una tortura o una inspiración que nos lleva a volver a escuchar a Nelson Mandela en  ‘Invictus’. “Bajo los golpes del destino, mi cabeza ensangrentada sigue erguida. No importa cuán estrecho sea el camino, cuán cargada de castigo la sentencia”.

Pero así fueron siempre las reglas de juego en el parque de El Paraíso, que hoy quizás ya tengan el pelo blanco. Si correr era una promesa también debía ser un reflejo de la vida que, precisamente, en aquella mañana de febrero José Luis Capitán representaba sin miedo. He tardado en escribir desde entonces, porque no me parece fácil. No sabía ni cómo hacerlo. A veces, hasta siento que no debería haber conocido nunca a este hombre: uno sabría de una cosa menos que reprochar a la vida, demasiada la dureza tal vez como la siguiente jeringuilla que en aquellos años veíamos tiradas por el suelo del parque y que nunca imaginábamos que fuese a ser la última. Es más, ni siquiera perdíamos el tiempo en imaginarlo porque entonces no pensábamos lo que pensamos hoy cada vez que leemos o escuchamos a José Luís Capitán. No podemos dejar de sentir ni de agradecer este prodigioso ejercicio de comunicación que está llevando a cabo desde el primer día que contó su enfermedad. La sensación de que todo esto tal vez empezó en el parque, en el límite de la infancia o en la orilla de la madurez cualquiera de esos días de invierno a las seis de la mañana, pura soberanía. Fue un atleta a carta cabal que hoy, a los 40 años, no habla de la vida que ha perdido sino de la vida que le queda. El profesor nos invita a pensar que no hay fecha de entrega. El hombre continúa negociando su contrato con la vida porque, en realidad, la vida es como una empresa de mudanzas. “He descubierto que se puede vivir sin brazos”. Y entonces uno vuelve a descubrir que el egoísmo ya no vale la pena…

Por eso de aquella mañana de febrero en el parque también podría recordar que fue José Luis el primero en decir ‘buenos días’, la valiosa sensación de que siempre se puede decir ‘buenos días’ y de que pensarlo es un acto de justicia. Hasta él, que aquella mañana no corría porque ya no puede correr. Pero la diferencia es que caminaba y que todavía puede caminar. Un seguro a todo riesgo frente a la pena alineado con esa sensatez suya que, pase lo que pase, no olvidaremos nunca. Siempre que volvamos a leer una noticia de periódico y aparezca su nombre sabremos que será diferente. La emoción patrocinará  ese momento. La soledad tampoco nos volverá locos. Habrá niños que le prestarán sus manos y gentes mayores como nosotros que aprendimos que la sensatez glorifica a las personas. El parque de ‘El Paraíso’ se acordará de todo lo vivido y la Avenida de Arcentales tal vez dirá, ‘llevaba yo razón’ porque los orígenes casi nunca se equivocan. Mientras tanto, su voz, la voz de José Luís Capitán Peña, volverá a ser un clamor popular,  una pena que conmueve y hasta nos dará una idea de lo peligrosas que pueden ser las emociones. A veces, no hacen falta tantas y por eso yo mismo, a veces, siento que no tenía que haberte conocido… Y ya no sé si Nelson Mandela lo entendería, todo sea volver a ver ‘Invictus’ y sentirse invencible.

@AlfredoVaronaA


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