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La fotografía que lo dice todo 

Capaz de no haberse lesionado nunca, de correr un 500 a 1’02”,  y de no tener carnet de conducir a los 23 años. Pero así es Saúl Ordóñez, protagonista de esa fotografía sin la que no se entiende el atleta, el medallista mundial.  

Esta conversación es inseparable de esa fotografía que lo representa todo: el atleta que acaba de terminar un insufrible entrenamiento de 2×500 a 1’05” cada uno, con 4’00” de pausa, en la pista de Renedo. El atleta es Saúl Ordóñez que, antes de vomitar, se tira al suelo con dolor de cabeza y con el ácido láctico que ataca hasta a las uñas de los pies. Y lo hace con muy malhumor como nos pasa a todos cuando no podemos más.”Pero esto es así”, replica él. “Esto es así en la vida de los mediofondistas donde uno se pone a unos ritmos que no se pueden ni pensar. Y no importa que creas que no puedes porque, al final, casi siempre puedes. Y si a la noche te acuestas y te dan las dos o tres de la mañana y no te puedes dormir del dolor de piernas… Sabes que esto es así, que tiene que ser así y que mañana volverá a ser así”.

De ahí que esa fotografía no tenga por qué pedir perdón a nadie. Ni a él ni a ninguno de nosotros, capaces de ponernos en la piel de este hombre, Saúl Ordóñez, medallista en el Mundial de Birmingham, donde cultivó esa cosa llamada sorpresa. “Siempre tiene que existir el atleta que venga sorpresa. El día que no exista será un disgusto para el atletismo”, razona él, venido de El Bierzo, de ese mundo completamente amurallado de montañas, de esas carreteras estrechas y serpenteantes: el valle del Silencio. Allí un tipo llamado Chus Alonso le metió esa pasión por el atletismo a este muchacho. Tendría ocho o diez años “en aquellas clases extraescolares de atletismo, donde me dije a mí mismo, ‘joder, cómo me gusta esto de correr'”. Y hoy sigue corriendo.  


“Estoy arriesgando mucho. No es como el alumno que estudia Medicina y que en el futuro sabe que podrá vivir de lo que ha estudiado.”

 “A los 17 años, quise entrenar más fuerte y me vine a Valladolid, al grupo de Uriel Reguero”. Y hoy vive en un piso compartido de tres habitaciones de Valladolid, donde a veces les cuenta a sus dos compañeros de piso, un chico que trabaja y una chica que estudia fisioterapia, que “esto del atletismo es algo muy romántico. Es más, a veces, lo siento como una medicación, una pasión interna o una introspectiva de uno mismo“. Luego, a solas, él, Saúl Ordóñez, se da cuenta de que uno no tiene la culpa de que le siga gustando tanto esto de correr a tope, el pedazo de uno mismo. “No sé si esto es una profesión. Ahora, sí puedo decir que me da para vivir, para mantenerme por mí mismo. En el futuro no sé si me dará para ahorrar. Pero tampoco es justo que ahora piense en el futuro. Sé que estoy arriesgando mucho. No es como el alumno que estudia Medicina y que en el futuro sabe que podrá vivir de lo que ha estudiado. Sin embargo, el atletismo no te asegura nada. No sabes siquiera si te dará la recompensa que uno se merece, después de tantos sacrificios, pero ¿y si ahora me gusta vivir así? ¿por qué voy a ir en contra mía?”


“Tal y como está planteada mi vida, es más duro perder una carrera que suspender un examen”

 Alejado de esa durísima fotografía, en la soledad de una tarde de invierno, Saúl Ordoñez da vida a esa pregunta. “También quiero invertir en mí mismo. También quiero tener una formación, porque escucho a Uriel, mi entrenador, que cada día me recuerda que ‘nunca se sabe lo que pasará mañana‘. Por eso estudio ‘Geografía y relación del territorio’ y, excepto, cuando estoy de viaje, voy a clase todo lo que puedo. Pero ahora mismo debo ser sincero conmigo mismo. Tal y como está planteada mi vida, es más duro perder una carrera que suspender un examen, y eso que hay suspensos muy dolorosos. Pero mi cabeza ahora mismo está amueblada entorno al atletismo. He decidido vivir así. He decidido apostar por esta vida pese a todas las tempestades que puedan venir. Hasta ahora no me he lesionado nunca, y toquemos madera. He tenido esa suerte. De hecho, yo siempre defiendo que esto del atletismo no sólo son agallas. No sólo son ganas o ambición. También tiene una parte que es suerte y mi suerte es estar donde estoy,  conocer a Uriel y hasta reconocer por mí mismo que soy un afortunado. Y no me importa. En la vida nunca se puede perder de vista a la suerte. No hay que esperar al día que no la tengas para hacerlo, porque la suerte es tan relativa… Puede estar en un resfriado el día de la carrera y ya está, olvídate”. 

Saul Ordóñez es el vigente Campeón de España en 800m al aire libre

  En el silencio, Saúl es un tipo que se reconoce “impulsivo, muy impulsivo. Pero eso no implica que no sea racional”. De lo contrario, sería casi imposible competir en una prueba como los 800 metros, donde él mismo acepta que “uno pelea frente a la perfección. No te puedes equivocar en nada. Tienes que tomar las decisiones correctas a ritmos explosivos en los que el corazón, en mi caso, puede acercarse a las 200 pulsaciones. Si uno lo piensa fríamente, es difícil vivir así. Pero te acostumbras. Al final, te acostumbras a todo, porque descubres que, en realidad, esto tampoco es tan duro”. Viaja entonces a la infancia, al sabio reflejo de su padre, “que era albañil. Trabajaba en la construcción. Había muchas mañanas, cuando no tenía clase, en las que yo,  que era un niño, le acompañaba. Y no hacía falta que le preguntase lo que veía por mis propios ojos. Un oficio duro en el que las jornadas se hacían muy largas; un oficio en el que en invierno hacía muchísimo frío y que me hizo ver, siendo un niño, que de mayor yo no quería eso para mí, que era muy duro. Por eso los recuerdos son importantes. También te ayudan a decidir”. 


“Sigo fiel a mi idea de que cada temporada puedo ser mejor atleta que la anterior. “

 La realidad es que ahora Saúl vive de su cuerpo “y el atletismo también es muy exigente, sí. No es un trabajo de oficina”, acepta en primera persona. “Pero es distinto. Yo tengo un control que no tenía mi padre. Tengo unas analíticas, tengo un médico que me asesora a cada paso, tengo una vida que quizá no va a impedir que, de mayor, me queden secuelas después de haber machacado tanto mi cuerpo… Pero mis secuelas seguirán sin ser como las del albañil o como la ciática de mi padre que, afortunadamente, ahora, a los 54 años, ya no trabaja en la construcción. Montó un albergue en la montaña y es otra vida más tranquila que no tiene nada que ver”, explica Saúl Ordóñez, el menor de tres hermanos que también representan la dureza de la vida. “Uno fue futbolista y ahora, además de preparar campeonatos de deportes para personas con habilidades especiales, es animador sociocultural. El otro trabaja en una fábrica de quesos y, por último, estoy yo, que aquí estoy buscando mi destino en el atletismo. Los últimos años han sido buenos. He ganado medallas en casi todos los nacionales. Pero quiero pensar que los siguientes años serán mejores. Sigo fiel a mi idea de que cada temporada puedo ser mejor atleta que la anterior. Pero esa es mi apuesta, parte de mi vida. No sé cuando se acabará. Luego, cuando me haga mayor, ya veremos si me ha compensado o no. Todo tiene su tiempo”. 

   Hoy, como mínimo, viaja acompañado por la paciencia. “Sí, ya le decía antes que las rabietas se me pasaron con la infancia. No hay motivos para perder la cabeza. A los 23 años, ya no le tienen que enseñar a uno lo que es la madurez. Es algo que el atletismo te enseña por sí mismo, ganes o pierdas, porque igual que ganas pudiste perder. No me olvido. No me olvido nunca. Pero lo importante es saber que los atletas siempre podemos romper los pronósticos, sea yo o sea otro”. De ahí que las promesas no riñan con el dolor, “porque forman parte de la misma cosa. El dolor va a existir siempre, pero ¿cómo no te va a doler algo el día que un 500 te sale a 1’02”?” Él ha llegado a hacerlo, y fue uno, uno solo, en le que ha podido ser el mejor entrenamiento de los que nunca ha hecho en su vida. Sin embargo, la magia es la de volver a intentarlo a la semana siguiente; la de no resignarse ante un dolor de cabeza y la de llamarse Saúl y apellidarse Ordóñez en el Mundial de Birmingham. Allí nos dejó una tarde imborrable que nos parecía imposible. Y fue él, que posiblemente sea un tipo raro. Un tipo de 23 años que ni tiene carnet de conducir  y que, siendo medallista mundial, se confiesa con la misma humildad con la que lo hace esa fotografía, la fotografía imposible, la que nos demuestra sin remordimiento que es posible convivir con situaciones límite. Todo es acostumbrarse: el dolor es lo más democrático que existe. 

@AlfredoVaronaA 


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