Alaphilippe, un arcoíris a la antigua usanza

Alaphilippe y su característica perilla, luciendo el precioso maillot arcoíris en Imola

Alaphilippe y su característica perilla, luciendo el precioso maillot arcoíris en Imola / EFE

Jonathan Moreno

No disertaremos en este artículo sobre las virtudes o defectos del parametrizado y estandarizado deporte moderno. La sociedad es dada a idealizar el pasado. Cualquier tiempo pretérito no siempre fue mejor. Aunque sí es cierto que en la época aséptica que no está tocando vivir, un mero atisbo de libertad es un chute de adrenalina servido a cuenta de nuestras glándulas suprarrenales. 

Esa cuota de mínima anarquía que sonrojaría al mismísimo Bakunin la explota el ciclismo una vez al año. El campeonato mundial es coto prohibido a las conexiones inalámbricas. No hay órdenes de equipo, salvo las que se dictan en el hotel o en el autobús, ni pinganillos ni referencias. Las motos de carrera y sus pizarras con garabatos cobran sentido. El mundo analógico. 

El corredor es medianamente libre de hacer lo que le plazca. Y en ese bello desorden destacan los más salvajes. Imola fue escenario de ello en la 87ª edición que se celebró el pasado domingo. Tadej Pogacar formuló un ataque suicida impensable en una gran vuelta. El atrevimiento del esloveno no conoce fronteras. Ni tan siquiera con un amarillo en París en su palmarés.

El gran premio

Julian Alaphilippe, el otro verso libre del pelotón mundial, redondeó una jornada para románticos de la bicicleta. En la última ascensión a Cima Galisterna demarró para llevarse el gran premio sobre el asfalto del circuito de Imola. No estuvo a la altura de 2019 en el Tour de este año, pese a lucir amarillo tres jornadas y ganar una etapa. El ‘mosquetero’ se desquitó a lo grande logrando el oro en Italia, dedicado emotivamente a su recientemente fallecido progenitor. No ha sido una primavera idílica, pero al final del túnel siempre luce el arcoíris.