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Nos ha tocado la lotería

En un deporte como el atletismo, donde los atletas están tan expuestos a que no les conozca nadie, María Vicente ya nunca será uno de ellos. Tiene 17 años. 

No es obsesión. Es algo más valioso: perfección. En realidad, es como si nos hubiese tocado la lotería. Es más, uno no sabe ni cómo explicar esta aparición de María Vicente a los 17 años con esos registros que nunca hizo nadie a su edad. Por lo tanto, es inútil ser imparcial. Sería una trampa no emocionarse. A su lado, el futuro abrió los ojos. La sangre se envenenó de satisfacción. El orgullo pidió el pasaporte. Nos ganamos el deber moral de presumir en voz alta de todas esas miles de personas que compartieron la noticia de María Vicente en esos periódicos de información general, que son los mismos en los que casi nunca se escribe de atletismo. Por eso no hay que proteger nada, sino celebrar lo ocurrido en Gyor (Hungría), donde esta muchacha rompió los silencios del fin de semana. Es el precio de recortar tantas distancias con la perfección, de una cabeza en la que colocar los sueños.

En un deporte como el atletismo, donde los atletas están tan expuestos a que no los conozca nadie, María Vicente ya nunca será uno de ellos. Sirve de ejemplo hasta para jubilados. Nos ha confirmado que, a los 17 años, se pueden sacar las oposiciones a notarías al primer intento o aprender alemán en cuatro semanas. En realidad, esto es la prueba de que no todos estamos capacitados para hacer algo tan extraordinario. Tampoco tenemos la culpa. Al final, uno se acostumbra a todo entre otras razones porque, de lo contrario, no existiría la clase media en la vida, en el atletismo y hasta en el periodismo donde todo lo que pasa no es más que un reflejo de lo que sucede en la pista. En cada artículo que yo mismo escribo me expongo a la posibilidad de que no lo lea nadie. Pero ese es el precio de ser uno más. La lógica es así. Somos gente que nos acostumbramos a no ganar nunca. Cada día nos recuerda que ganar es una casualidad porque solo gana uno. Así que, de repente, aparezca una muchacha de 17 años con esta autoridad casi insensata le hace recordar a uno que la fascinación es mejor persona que la envidia.  

Estoy escribiendo en el silencio de una noche de verano que me traslada a finales de agosto del 91. Estaba yo de vacaciones en Alicante. No perdía el rastro del Mundial de atletismo de Tokio en el que nada me impresionó tanto como la longitud: los 8,95 metros que saltó Mike Powell. Bajamos a la playa mi hermano y yo a medir lo que significaba un salto así en la vida real. La distancia no se acababa nunca. Nos íbamos a un extremo a otro de la Playa de San Juan. Todo eso me incitó a escribir a bolígrafo lo que había visto por televisión: a buscar palabras y a encontrar soluciones. No recuerdo ni siquiera lo que escribí. Pero tuvo que ser admiración, el enfervorizado deseo de contratar lo imposible. Al final, escribir es una manera de defender los recuerdos como ése, que hoy todavía vive en mí. Quizá porque en ese momento descubrí, a partir de un  salto que no se acababa nunca, el precio de lo realmente excepcional.  No debía estar tan equivocado. 27 años después, nadie ha vuelto a saltar los 8,95 metros. Él ya ha cumplido los 54.   


 “Siempre podremos recordar el fin de semana en el que María Vicente negoció lo inolvidable”.

 Descubrí que un segundo podía tener la misma literatura que 90 minutos. Que saber transmitirlo también te podía hacer feliz. Que escribir sin emociones es materialmente imposible. Que meterse en las trincheras de vencedores y vencidos puede ser interesante. Pero nada a comparación como entrar en momentos irrepetibles que nunca antes se han producido como ayer fueron esos 8,95 metros que saltó Powell o hoy son esos 6.221 puntos en heptathlón de María Vicente a los que jamás se asomó nadie a su edad. Por eso hoy todos somos María. No sólo su madre. No sólo el presidente de la Federación. También somos nosotros: los que nunca nos arrepentimos de amar el atletismo, los que desconfíamos del complejo de superioridad de las grandes potencias. 

Así que esta vez somos realistas y somos optimistas. Tenemos valor y tenemos razón. Y, pase lo que pase mañana, siempre podremos recordar el fin de semana en el que María Vicente negoció lo inolvidable. Ganó para siempre esa batalla como Mike Powell la ganó en mi subconsciente aquel lejano verano de 1991. La diferencia es que ayer hubiese escrito una carta y hoy un correo electrónico. Pero en ninguno de los casos hubiese prescindido de lo que contaba al día siguiente  Santiago Segurola, que fue el periodista de ‘El País’ que viajó a Tokio. “El salto de Powell ha transformado su vida. Ayer ofreció una nueva conferencia de prensa y fue perseguido por un enjambre de niños. Un día antes, Powell no había firmado un solo autógrafo”. Por eso no pasa nada porque nosotros no podamos cruzar la frontera de lo extraordinario. No somos tan egoístas mientras haya gente que pueda hacerlo por nosotros. Será uno o serán dos. Serán los que sean. La importancia que cada uno le dará será diferente, pero yo no quiero dudar que, dentro de 27 años, si es que sigo aquí, recordaré a María Vicente como a Mike Powell. No como una lección, sino como una demostración de que en unos segundos también pueden ocurrir cosas que no ocurrieron nunca. Hasta que nos toque la lotería.

@AlfredoVaronaA 


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