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Fiz-Antón, veinte años después

No fue una moda, sino  un recuerdo que nos hace mejores, que explica a dos maratonianos que no fallaban en la gran competición y que siempre regresará al Mundial de Atenas, 29 grados de temperatura, 48% de humedad…

Entre las profesiones que menos me gustan está la de olvidar. Los recuerdos siempre nos prestan una buena ayuda. De ahí esa cosa nostálgica que me acompaña al escribir y que hoy me traslada al maravilloso verano del 97, a la ciudad de Atenas, a esos 29 grados y 48% de humedad, a esa línea azul que no hacía más que recortar distancias con el estadio del Panathinaikos, a esa barba descuidada de Martín Fiz y a ese rostro inexpresivo de Abel Antón; a una fotografía, en definitiva, que fue portada de periódicos y revistas, el valor añadido de una época que, 20 años después, no ha vuelto a repetirse. Quizá por eso es imposible olvidarse de aquel verano en el que Abel Antón nos enseñó que un atleta, criado en el 1.500, también podía ser un gran maratoniano. Martín Fiz, sin embargo, ya llevaba más años, desde que abandonó la pista tras los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. En realidad, se convirtió en un héroe a partir de los treinta y en el espejo de aquella canción de Sabina que un día, en plena adolescencia, nos advirtió que es posible que “ser valiente no salga tan caro” o que tal vez “ser cobarde no valga la pena”. Por eso si hay que quedarse con un número de contacto en la memoria siempre nos quedaremos con el de Martín Fiz, capaz de descubrir la tierra prometida en el maratón, de acostumbrarse a la locura y hasta de entrenar en verano por esos polígonos industriales de Palma de Mallorca.

Luego, llegaban a la competición oficial y casi nunca fracasaban. Y el día que vieron que ya no se podía dar más vueltas a la tuerca, en los Juegos Olímpicos de Sidney, decidieron que ahí estaba el final y que no era justo que nadie lo decidiese por ellos. Quizá por eso dejaron una herencia o una marca registrada que hoy forma parte del orgullo popular. No fue una moda, sino una manera de prometerles fidelidad, ‘hasta siempre, hermano’. Por eso hoy, cuando uno trata de explicarlos, la memoria salta en paracaídas. De repente, regresa a casa el canal UHF que nos recuerda que este fue un duelo capital como pudo ser el de Sebastián Coe y Steve Ovett en los setenta u ochenta. Sólo faltaron las miradas de odio, las declaraciones que igualasen al atletismo con un ring de boxeo y la sensación de que un día como el de Atenas no iba a volver más. No podía ser: los milagros, a diferencia de los premios de lotería, sólo se repiten una vez en la vida.

 Hoy, es difícil regresar y no idealizar o teatralizar. Ni siquiera es una deshonra a los demás la de ponerles a ellos de ejemplo ni una obsesión la de afiliarse a su recuerdo. Quizá porque, sin ser siquiera los mejores atletas de maratón españoles de aquella época, lograron lo que no logró nadie. Y si hay alguna queja que poner a esa época no es la de que comiesen ensalada de primer plato y arroz blanco de segundo, sino esos kilómetros finales del maratón de los Juegos Olímpicos de Atlanta 96, la angustiosa voz de Gregorio Parra en televisión y la sensación de que esos kilómetros no nos hacían caso. Al contrario: pasaron tan deprisa que una vez acabado todo, cuando regresamos a la vida real, sentimos que aquel cuarto puesto de Martín Fiz era un fracaso. Todavía hoy, dos décadas después, nos cuesta interpretarlo como un éxito. Pero, sobre todo, echamos de menos que ya no seamos los mejores y que la ambición no pise tan alto como en aquellos años: el hacha de guerra de Antón en los kilómetros finales en los que regresaba el atleta de 3’37” en 1.500.

Hoy, 20 años después, el silencio es como una venganza. Pero, a cambio, coleccionamos suficientes recuerdos, coronas y ramos de flores como los de Atenas y hasta un premio Príncipe de Asturias en el teatro Campoamor de Oviedo. Y entonces vuelve la emoción sin compromiso. Y, en realidad, todo resulta tan inspirador como el final de ‘Casablanca’. Y a recordar que “los pájaros no saben de despedidas” para explicar a estos dos tipos que hoy ya tienen 54 años y que podrían ser nuestro contacto en la tierra con un mundo mejor. Quizá por eso no nos cansamos de ver ahora a Martín Fiz en todas partes, allá donde se organiza una carrera, ni de dar un abrazo a Abel Antón que, por lo visto, hizo carrera en la política. Pero nosotros todavía preferimos imaginarlo siguiendo la línea azul en Atenas, a rueda de Martín Fiz, como si esa fotografía estuviese viva, aceptar, en definitiva, que los recuerdos son como los libros de historia: no se equivocan nunca.

@AlfredoVaronaA


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