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"Yo llegué a entrenar 360 kilómetros semanales"

josep marin
El mítico marchador Josep Marín, que acaba de terminar a los 68 años el Ironman de Hawai,  volvió al deporte para llenar el tiempo. “Cuando murió mi mujer me quedé sin plan de vida”. 

No sé si esto es envidia o admiración hacia un hombre de 68 años que acaba de terminar el Ironman de Hawai y que sólo tiene “una uña del dedo negra de mojarme con tanta agua”. En el resto del cuerpo no le duele nada a Josep Marín que en los ochenta fue un atleta fabuloso que llegó a ser récord del mundo en los 50 kilómetros marcha (3h40m46seg). Un hombre con una historia que hoy te enseña a vivir y que ayer reducía distancias con lo imposible. La responsabilidad era así.

“Hubo semanas que llegué a entrenar 360 kilómetros. Los sábados realizaba 20 km por la mañana y 50 por la tarde y, al día siguiente, hacía tres horas y media de marcha por la montaña”, explica hoy con la naturalidad de un hombre que ya es mayor. “Acepto que machacaba mucho, sí, pero también debo decir que los años que más entrené fueron los que mejores resultados conseguí”. Hoy, la virtud está en reconocerlo como le hizo saber a aquel atleta que años después se quejaba de que él, como entrenador, le ponía demasiados deberes. “Entonces le enseñé mi libro de entrenamiento y me contestó: ‘ahora entiendo porque los demás no nos entienden a nosotros ni nosotros te entendemos a tí'”.

No sé si es envidia o admiración, insisto, hacia este hombre que ahora tiene 68 años, que corre dos Ironman por año y al que, pese a tanta batalla, no le amenaza la artrosis en las articulaciones. “No, porque cuando sentía molestias rápidamente descansaba. Siempre supe hacerlo. No quería saber nada de antiinflamatorios o de infiltraciones. Pero sobre todo tuve la suerte de que la marcha no es traumática. No es violenta. No hay un impacto importante contra el suelo”. De ahí que tantos años después podamos narrar esta fantástica historia de un hombre que no sabe darse por vencido. Todavía lo imagino en Hawai, incapaz de darse a la fuga, con ese calor, con esa humedad durante las 12 horas que estuvo al pie del cañón peleando con la agonía final del maratón, a 6 minutos por kilómetro, “porque eso ya sí que es agónico”. La diferencia es que él, a los 68 años, estaba ahí e iba a necesitar tres horas más que su hijo, de 42, para completar la prueba. “En realidad, fue mi hijo quién me metió en esto”, explica hoy Josep Marín. “El hecho de ir juntos a los entrenamientos, para mí, ya es muy importante. Luego, yo voy a una velocidad y él va a otra. Pero eso es lo de menos, porque aquí lo que importa son las relaciones sociales que me ha dado este deporte. Yo necesitaba algo así, algo con lo que ocupar el tiempo hace cuatro años cuando me quedé sin perspectiva tras la muerte de mi esposa. No sabía lo qué hacer. No sabía adonde ir. Mi plan de vida se había roto”, añade en esta radiografía de sí mismo.

“Nos habíamos comprado una casa que íbamos restaurando poco a poco. Yo me había jubilado a los 63 años. Habíamos planeado un estilo de vida, unos viajes, que se vinieron abajo el día que le detectaron esa enfermedad a mi mujer, ese maldito cáncer de páncreas, que no tenía intervención quirúrgica. Entonces sentimos que no había salida y era verdad: fue muy difícil. Sobre todo, para ella que era la que se iba, la que iba a dejar de disfrutar de los nietos, de las pequeñas cosas de la vida. Pero, al menos, antes de que la durmieran, pudimos despedirnos de ella. Siempre nos quedará eso y su recuerdo, que está en todas partes. Entras en casa y parece que sigue aquí. Todo sigue como ella lo dejó: el sofá, los cuadros…, todo. Hasta yo mismo sigo durmiendo en la misma habitación porque desde el primer día entendí que debía ser así y que ella lo hubiese querido así”, argumenta, pasado el miedo, si es que alguna vez lo hubo, a ser vencido, “porque al final tienes que vivir. De una u otra manera debes hacerlo. Yo siempre hubiese querido estar con mi mujer. Pero la vida no nos dejó prolongarlo por más tiempo”. 

La realidad es que él cambió o ha cambiado. “Como dice mi hijo, si mi mujer volviera a verme ahora, alucinaría. Hasta entonces, yo tenía abandonado  el deporte. Había dejado de hacerlo. Pero una vez que me vi con todo ese tiempo libre y volví a hacerlo el primer año, al principio bicicleta de montaña, ya había perdido catorce kilos”. Ahora, en su biografía, figuran seis Ironman terminados que, sin embargo, él no los confunde con ninguna hazaña. “Todo lo que haces es porque puedes hacerlo”, razona. “De lo contrario, no lo harías. Pero si te das la oportunidad de comprobar si puedes hacerlo y lo haces… Sin ir más lejos, mire mi caso ahora. Hay gente que viene y me dice, ‘es que tú eres una leyenda’, y rápidamente la cortó y la recuerdo: ‘aquel era aquel y este es este, no tiene nada que ver'”. Ni siquiera la edad lo sabe todo. “No se confunda en este caso”, replica. “El hecho de que en enero vaya a cumplir 69 años no lo quiere decir todo. Soy el más novato del grupo. Cualquiera sabe más que yo de esto; cualquiera puede venir y darme lecciones. Aún tengo mucho que mejorar en natación. Aún tengo mucho que aprender en una prueba como el Ironman en la que se cierra el control a las 17 horas y para cumplirlo no puedes pararte mucho”.

El caso es que uno se alegra de volver a saber de él como si volviésemos al año 83 cuando fue campeón de Europa y, aún así, “todos los días, después de las comidas, me fumaba un cigarro”, explica ahora Josep Marín. “Yo decía que no me afectaba pero no era verdad. Me irritaba la garganta como comprobé cuando lo dejé definitivamente. Pero en aquella época recuerdo de un marchador campeón del mundo que no tiraba el cigarro hasta que escuchaba decir ‘ya’ en la línea de salida”. Hoy, son memorias de juventud que regresan a otro tiempo “en el que la marcha era mi trabajo. Vivía por y para eso. Tenía todas las facilidades para hacerme las pruebas médicas que necesitaba. Tenía hasta un psicólogo a mi disposición y no me faltaba de nada. Máxime desde el año 86 hasta el 92 con los JJOO de Barcelona. Las becas eran buenas. El dinero no te preocupaba”, recuerda para explicar una época en la que llegó a ser subcampeón del mundo. “Hasta los 43 años no me retiré. No me encontraba mal físicamente. Pero todo tiene un final en esta vida. Es mejor ponerlo tú a que venga a buscarte como siempre he recordado a todos los atletas a los que he entrenado en estos años”.

Hoy, todo es diferente, sea la admiración o la envidia. “El Ironman no cierra tantas puertas como nos parece. Pero la gente tiene la costumbre de medir la dureza de las pruebas por el kilometraje y no por el esfuerzo. Y, si uno lo piensa fríamente, de la natación no sale uno cansado. La bicicleta sí se hace un poco agotadora pero no es traumática. Y en el maratón ya solo se trata de aguantar, de vencer a la agonía o de recordar que estás aquí porque te apetece. Nadie te  lo impone”. De hecho, ahí está la diferencia entre pasado y presente. “La gente nos dice a mi hijo y a mí, ‘es que vosotros tenéis una genética’, y me molesta mucho porque no es verdad. La genética, en todo caso, está en la cabeza. Hay gente mucho mejor que yo que se para en el Ironman porque cree que ya no puede mas. Sin embargo, yo sigo creyendo, sigo peleando y lo sigo intentando. A la larga, eso siempre tiene valor. Y, al final, cuando termino, hago balance y veo que no me he parado nunca”.

Ni siquiera esta última vez en el Ironman de Hawai, “donde había un japonés de 86 años, verle eso sí que era una inspiración”, lo que significa que al esfuerzo también se le puede amar. Nunca será de carne y hueso, como la esposa que perdió Josep Marín. Pero el esfuerzo también deja grandes ratos que es lo que provoca que, 25 años después de retirarse de la élite, uno haya vuelto a buscarle. Quizá para recordar que, pese a todo, siempre hay una solución. En el mundo hay gente con capacidad para hacernos felices como ese hijo de Josep Marín que al ver que, al poco de morir su madre, su padre empezaba a coger la bicicleta de montaña se atrevió a decirle: “tú te vienes conmigo al triatlón”. Y, a partir de ahí, ya sólo fue cuestión de encontrar la primera vez y de reconocer que tal vez nunca somos lo suficientemente mayores para llegar a Hawai. Allí, en la isla de Kona, cada lágrima que cae de los ojos, por lo visto, es una lección de vida.

@AlfredoVaronaA 


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