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La vida que usted y yo soñamos

Atleta olímpico, reportero en el mundo entero, aventurero siempre: Miguel de la Quadra Salcedo, el hombre que nos enseñó tanto mundo, tendrá su estatua en la pista de la Ciudad Universitaria en la que entrenaba. 

Su biografía es parte de nuestra vida. Al menos, de la mía que sin haberle dado  nunca la mano, sin haber cruzado siquiera una palabra con él, me enamoré de lo que significó un hombre así. Hasta puede que hoy sea incapaz de escribir sin romanticismo. Quizá porque el romanticismo es imprescindible para darle el abrazo que uno nunca le dio. Por eso no me ha hecho falta acudir esta mañana a esa rueda de prensa en el CSD (Consejo Superior de Deportes), montada en su honor con la finalidad de ‘aportar un granito de arena para alguien que nos enseñó el mundo’ y construir una estatua suya en esa pista, la pista de la Ciudad Universitaria, que fue parte de su vida. Hoy, seguramente se enorgullecería de verla porque en ese escenario parece que nunca pasó el tiempo. Aún conserva el piso de ceniza, la personalidad de los años viejos y el aroma de los lugares que le dejan a uno marcado: la sensación de que todo es amateur como lo era en los Juegos Olímpicos de Roma 1960 a los que fue él, Miguel de la Quadra Salcedo (Madrid, 1932), desde Pamplona en una Vespa, como si todo eso fuese una película de Fellini. Era lanzador de jabalina, por lo visto.

Así que lo mejor que uno puede hacer hoy para escribir de él es no escuchar y hasta equivocarse, porque, si uno se equivoca, tampoco pasa nada. Mañana habrá alguien que me rectifique o que ponga nombre y apellidos a los datos. Pero hoy me resigno a escudarme en esos datos para radiografiar a un hombre que vivió al límite, tal vez como cualquiera de nosotros hubiésemos soñado vivir. Hasta puede que fuese uno de los responsables de que yo mismo ingresase en la facultad de periodismo para poner el pasaporte en regla, para viajar sin billete de vuelta y para contar historias sin cansarse de contar historias. Luego, la realidad ha podido ser más férrea para mí, pero a cambio hoy me queda el placer de escribir de él y hasta de imaginarme como una pequeña parte de su equipaje en el pasado. La imaginación es el cuarto poder, sobre todo cuando uno se imagina en la Amazonia colombiana de aquellos años, en esas guerras africanas que no se acababan nunca o hasta en esa Chile de Pinochet que Miguel de la Quadra Salcedo radiografió sin perder la paciencia. A cambio, queda el legado, en el que el misterio siempre será tan valioso como un regalo de cumpleaños y la memoria una tarjeta de visita.

Quizás por eso hoy es tan difícil describir a tantos hombres en un solo hombre, a un atleta olímpico, a un antiguo récord de España en el lanzamiento de jabalina, a un ingeniero agrónomo y a un reportero de televisión sin escandalizarse. Al menos, para mí, que amo el deporte y el periodismo casi a partes iguales, la necesidad de desprofesionalizarse aunque sólo sea durante el rato en el que tardaré en escribir esto. Un rato fabuloso, si ustedes le conceden el visto bueno, porque  en el fondo creo que todo lo que pasa en la vida es un reflejo de lo que decía Miguel de la Quadra Salcedo cuando decía que “lo que llaman aventura es una filosofía de vida, una ecuación por la que vives sin saber qué te vas a encontrar ni cómo va a ser el mañana”. Y en ese sentido escribir es como un desahogo o como la letra de una canción en la que ahora mismo es como si uno regresase a la infancia o volviese a escuchar su voz. “Por la noche me da pena dormir”, decía y nos convencía, desde esa apariencia milenaria suya, del valor de poner el pie en el suelo. Y el resultado hoy es el recuerdo de un tipo distinto, que prefirió tener valor a tener razón. Y por eso la fascinación es tan completa y hasta yo mismo podría tirarme toda esta mañana escribiendo de él y creo que no me aburriría. No haría nada, en realidad, que no se pueda hacer. No me saltaría ninguna ley ni faltaría el respeto a todas esas cintas de vídeo guardadas en la hemeroteca. “Límites no hay ninguno porque lo que hemos hecho siempre ha sido descubrir cosas”, decía.

Así que lo único que me queda es pedirle disculpas si esto no le ha gustado, que también podría pasar: los hombres eternos nunca mueren. En todo caso, se inmortalizan como pasará en esa estatua que se colocará en el escenario perfecto, en esa pista de ceniza que supo como detener el tiempo sin poner en juego su personalidad. Un lugar admirable, por encima del bien y del mal, que hoy explica las virtudes del romanticismo para sobrevivir y que tal vez sean muchas. De hecho, sin el romanticismo, sería imposible explicar a un hombre como él y hasta imaginarle en la que pudo ser la última entrevista de su vida en la tierra. Tenía más de 80 años. Tenía luz verde para morir. Tenía el tiempo justo, en definitiva. Pero, en vez de arrepentirse, su lenguaje vivía intacto como si protagonizase una de esas películas de Federico Fellini. Quizá porque, en realidad, la magia no se muere nunca como tantas veces me ha contado Miguel Calvo, el autor de esa entrevista y que hoy es uno de los precursores de esta idea de perpetuar su recuerdo y de poner rumbo al mundo entero desde un lugar, la pista de la Ciudad Universitaria, que nos recuerda algo tan glorioso como Miguel de la Quadra Salcedo: “Sin el deporte no podríamos vivir”.  

@AlfredoVaronaA 


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