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La última entrevista a Jesse Owens con un cáncer terminal

Jesse Owens (Miguel Vidal)
Fue un periodista español el que llegó hasta su casa en Phoenix sin más ayuda que su propia intuición. Le abrió la puerta su mujer. El periodista fue Miguel Vidal que ayer moría a los 78 años. Su herencia nos deja tesoros como este con Jesse Owens con toda su intrahistoria. 

Ayer murió Miguel Vidal (1942-2021) a los 78 años. Un viejo reportero de As que creo que fue uno de los responsables de que yo estudiase periodismo. Lo conocí aquellos dos veranos en los que hice prácticas en el periódico. Él era uno de mis jefes. Sé que lo que voy a hacer ahora le gustará. Voy a transcribir una de las 73 entrevistas que hizo a campeones olímpicos buscándolos en sus lugares de residencia sin más ayuda que su propia intuición. Esta vez fue a Jesse Owens, el héroe de los JJOO de Berlín 1936. Recuerdo que esta entrevista me la enseñó él mismo en esos antiguos tomos encuadernados de AS de cada año. También recuerdo que las lágrimas le amenazaban a los ojos. No podia disimular el orgullo o la nostalgia. Miguel Vidal ya había dejado de ser reportero, de viajar por el mundo. El día que te hacen jefe dejas de hacer lo que te gusta.  Pero el 12 de febrero de 1980, 48 días antes de que muriese Jesse Owens, Vidal nos dejaba este regalo para toda la vida que explica un periodismo que ya casi no existe.

Hace no tanto, en su Facebook, Vidal explicababa que  “ni en el más arrebatado de mis sueños podía imaginarme que la última entrevista de su vida me la concedería Jesse Owens a mí”. Pero Vidal llegó hasta la casa de Owens en la East Acotilla Lane de Phoenix en Arizona. “¿Por qué Ruth Owens, de soltera Solomon, me dejó entrar en su casa?”, se preguntaba él. “He pensado muchas veces en eso. El caso es que 4 años antes ya había tocado el timbre de su magnífico chalé blanco y al contarme que su marido estaba en Montreal (Canadá)0, porque era representante de pistas de tartán, Ruth terminó diciéndome “si vuelves por aquí ésta es tu casa”.

“Por aquí” era Phoenix, la capital de Arizona, a la que Miguel Vidal volvió cuatro años más tarde. “Toqué el mismo timbre, abrió la verja Ruth y al verme se puso a llorar en mi hombro. “Te dije que si volvías ésta sería tu casa. A mi marido lo trajeron ayer del Hospital de Tucson porque los médicos nada pueden hacer para curar su cáncer de pulmón. Le quedan pocos días de vida”.

Fue impactante entrar en la casa y ver al gran Jesse Owens alimentándose a través de una botella de oxígeno. Estaba en una chase longue viendo un western protagonizado por John Wayne, y tras estrecharle la mano me dijo con un hilillo de voz:

–Oh!, boy…I’m very sick…

Pero muy enfermo y todo, enfermo de irse, tuvo un gesto de grandeza al que le estaré agradecido mientras viva. Pidió unas nuevas gafas a su mujer, a la que cariñosamente llamaba “Baby”, se quitó los tubos de la nariz para las fotos –“no quiero que los aficionados españoles me vean así“, dijo- y me rogó paciencia para la charla, en la que de vez en cuando intercalaba alguna expresión en español. Con la grabadora muy cerca de sus labios para no perder ninguna de sus palabras, el recuento de su vida en estas condiciones revestía una especial emoción:

–Nací en Oakville, Alabama, el 12 de septiembre de 1913. Desde muy pequeño trabajé con mis otros hermanos en los campos de algodón. Mi padre, Henry Owens, trabajaba una parcela de veinte hectáreas con nuestra ayuda. Trabajábamos de sol a sol. Apenas veía a nadie y la vida, aunque dura, transcurría tranquilamente. Recuerdo que mi primer enfado, mi primera pena la tuve a los ocho años cuando alguien me llamó “negro” en tono despectivo, que es como duele.

Una larga pausa, por recomendación de su mujer, y vuelta a la carga:

–A los 10 años nos fuimos a vivir a Cleveland, en Ohio. Pisé por primera vez un colegio, trabajé como vendedor de periódicos, de ascensorista, en una gasolinera, hasta que a los 13 años se cruzó en mi camino un hombre llamado Charles Riley, que se propuso hacer de mí un atleta.

–Hizo de usted un campeón…

–Un campeón y un hombre. Yo entonces tenía un físico muy raquítico e incluso sufría con frecuencia neumonía, pero cuando Riley se hizo cargo de mi preparación mi físico cambió como por milagro. Bien es verdad que los nueve hermanos trabajábamos todos y en casa no faltaba ni ropa ni comida caliente. Algo importante y que siempre he deseado para todas las familias, sean del color que sean.

A los 17 años Jesse y Ruth se conocieron y decidieron casarse. Ambos aún sonríen tímidamente cuando lo recuerdan. A Jesse, quizá por la emoción, se le hace la voz más fuerte, más audible cuando dice:

–Ruth fue mi primera novia y mi único amor. Y ha tenido una importancia decisiva en mi vida, ya que para obtener una posición decente luché con todas mis fuerzas contra el tiempo y la distancia, que son las metas del atleta. Y me fue bien.

–Va a la Olimpiada de Berlín y causa sensación…

–Tuve suerte. Yo confiaba en mis fuerzas, pero como en aquellos tiempos los medios de comunicación eran escasos, la Olimpiada era una especie de sorpresa. Nadie conocía las marcas previas del rival, lo que hacía que cada uno acudiera creyéndose el mejor.

–Y el mejor fue usted…

–Gané cuatro medallas de oro, y lo que es mejor, un gran amigo: Lutz Long. Sabíamos que Adolph Hitler proclamaba diferencias de raza, y él era blanco y yo negro. Pero en el deporte, por encima de todo, está el compañerismo y Long me dio una maravillosa lección en este sentido cuando colocó su chándal en el punto exacto donde debía colocar el pie en el salto de longitud y evitar así que me descalificaran…–Jesse se toma un respiro, y continúa—Le gané la prueba porque así es el deporte, y cuando nos abrazamos, las cien mil personas que había en el estadio nos ovacionaron.

–Todas, menos una, supongo…

—¿Hitler?. Ni me acordé de mirarle. Sabía que llegaba al estadio por los murmullos de la gente, pero yo estaba allí para competir y ganar. Y haber hecho un amigo. Lloré el día que supe que Lutz Long había muerto en la guerra. 

Cargado de gloria y con cuatro medallas de oro en el equipaje –100 metros lisos, 200 metros lisos, 4×100 metros relevos y salto de longitud—Jesse Owens tuvo un recibimiento gigantesco a su llegada a Nueva York. Como ha habido pocos. Los negros le veían como símbolo de su raza, y los blancos, como el americano que había ridiculizado al Führer.

Hoy, uno de los paseos que llevan al Estadio Olímpico de Berlín lleva el nombre de  Jesse Owens. Pero después de los JJOO de Berlín se vivió una realidad amarga.

–A pesar de las cuatro medallas, nadie me ofreció un trabajo decente. Y como tenía una familia que mantener, empecé a ganarme la vida corriendo contra caballos. Quizá fuera degradante desde el punto de vista atlético, pero jamás uno debe ser tan orgulloso como para despreciar un ingreso decente. Después, en 1938, alguien me propuso participar en un negocio de lavandería: él ponía el dinero y yo el nombre. Pero el pájaro voló y yo tuve que hacerme cargo de las deudas: nada menos que 50.000 dólares. Tuvimos que vender una casa que teníamos en Chicago y, con la guerra y todo, me encontré con que a los 40 años no tenía oficio ni beneficio. Menos mal que luego surgió la posibilidad de convertirme en relaciones públicas y en eso sigo. Trabajo para cinco empresas distintas.

Tengo que poner punto final a la entrevista. La cortesía con el enfermo así lo exige. Ruth, siempre atenta, nos hace una foto juntos (en ella no puedo disimular la amargura del momento) y con un tacto exquisito me aparta de su marido para enseñarme la soberbia casa desde la que se divisa la Squaw Pike o montaña de la mujer india, una de las más bonitas de Arizona. Y con un tono apagado, rezumando una infinita tristeza por lo que se avecina, me habla de sus cuatro hijas, de su hijo Jesse, de los siete nietos y ya un bisnieto, que viven, todos ellos, en Chicago. Al despedirme en la barrera, vuelve a llorar en mi hombro. Y yo con ella.

Hoy, yo tampoco te molesto mas a ti, Miguel Vidal. DEP y pidele un autógrafo a Jesse 0wens de nuestra parte.


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