La nueva promesa del atletismo español

Publicado por
Alfredo Varona
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Nacho Sáez acaba de ser elegido el mejor atleta joven español de 2019. Hoy con él tratamos de entender qué significa descubrir a los 18 años que puedes ser el mejor. Me responde con una palabra: “Humildad”.

A la derecha de esa fotografía aparece Gabriel, su padre, y a la izquierda Jorge, su entrenador. Y en el centro está él, Ignacio Sáez, el atleta de 400 metros vallas de 18 años.

Podría ser un recuerdo de verano, pero, en realidad, es un desafío al futuro.

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Un desafío que arrancó a los 6 años cuando su padre le llevó a la pista de atletismo y a los pocos días Carlos Peral, aquel entrenador que había sido saltador de altura, le hizo saber:

-Si no aprendes a atarte los cordones no podrás hacer atletismo.

A Ignacio le parecía dificilísimo atarse los cordones y por eso aquel niño siempre llevaba zapatillas de velcro.

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Fue así hasta que se puso los clavos por primera vez, aquellos clavos comprados en Decatlón: nada era tan parecido como volar.

Su entrenador dio entonces un paso adelante. Por su primera comunión le regaló “unos clavos Nike” con los que Ignacio perfectamente se hubiese ido a dormir y hubiese rayado el suelo de toda la casa. Su madre le hubiese matado.

Pero entonces el chaval no sabía explicar con la claridad que lo sabe explicar hoy:

-Los clavos me invitan a soñar.

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Y entonces aparece Gabriel, su padre, el de la derecha de la fotografía: un hombre de 53 años que fue atleta de combinadas y que después jugó en la selección española de rugby, para poner a la vida en su sitio:

-Ignacio, antes de ser campeón de tu país tendrás que ser campeón de tu ciudad.

Y le invita a no pasarse de la raya.

-No me gustaría que mi hijo no fuese humilde.

Y de eso se trata hoy, de explicar lo que es la humildad con 18 años, de que la humildad rellene páginas en el curriculum, de convencerse de que éxito y humildad van unidos o, simplemente, de acordarse de Jorge, el entrenador, ese cubano que ya tiene 60 años y que Ignacio perseguía con la mirada desde que era niño, desde que le veía entrenar a los chicos más mayores del Colegio y escuchaba desde la distancia ese lenguaje cubano suyo, esa manera de expresarse.

-Quiero que me entrenes -le dijo un día siendo todavía adolescente.

-Muy bien, pero antes tendrás que decírselo tú a tu entrenador -le replicó Jorge Lozano, el entrenador de Cuba que parece que lleva toda la vida en el Colegio Base de Alcobendas.

Fue, en realidad, en el Colegio Base donde empezó todo, donde Ignacio le hizo una promesa al atletismo sin cláusula de rescisión.

-Quiero ser atleta.

El sábado, con 18 años, Ignacio Sáez fue elegido el mejor atleta de su generación por la Federación Española de atletismo.

-¿Qué ha cambiado eso? -le pregunto.

-Nada, en realidad, no ha cambiado nada o quizá sí: me ha demostrado que los sueños se pueden cumplir, porque yo no me imaginaba que pudiese ser. No podía imaginármelo. No sabía imaginármelo.

Se acordó entonces de aquel día en el que corrió la final del campeonato de Europa sub-18 y cometió la imprudencia de desafiar a Jorge, su entrenador: las imprudencias se pagan.

-Me veo fuerte para hacer 14 apoyos en vez de 15 entre las vallas -le dijo antes de empezar.

-Yo no lo haría -le replicó el entrenador-, pero haz lo que quieras, has venido aquí a aprender.

Aquel día Ignacio, que llevaba la segunda marca en el ranking, fue quinto. Aquel día, antes de acostarse, aprendió que su entrenador había sacrificado “una medalla en beneficio de la experiencia”.

-¿Cómo voy a olvidarlo?  -pregunta ahora y él mismo responde:

-Nunca más he vuelto a intentar los 14 apoyos.

Tiene 18 años Ignacio Sáez. Tiene, en realidad, la edad ideal para equivocarse, para descubrir que “lo que hoy no te imaginas mañana puede ocurrir” y para entender que en ese debate que se establece, entre el miedo y la responsabilidad, vale más la responsabilidad.

La responsabilidad no se toma días libres.

-Tengo miedo a defraudarme a mí mismo más que a los demás -replica Ignacio Sáez, incapaz de ocultar la ilusión, la magia del pan recién hecho, la genética que ha encontrado los semáforos en verde. 

Tuvo un tatarabuelo que fue campeón de España de cross en San Sebastián en 1919, y que murió de frío nada más llegar a la meta, según le contó su padre. Pero ni siquiera eso asustó al joven, que hoy tiene 18 años.

-Mi padre fue listo. Cuando me lo contó yo ya me había enamorado del atletismo.

Y no pasa nada porque cada día deba acostarse tan pronto o exprimir cada hora de estudio, porque hay momentos que compensan y hasta emocionan como ese día en el que compitió en el estadio de Vallehermoso frente a Orlando Ortega.

-Mis amigos se reunieron en casa de uno de ellos entorno a una pantalla gigante y luego me llamaron para invitarme a cenar.

A años luz del final, todavía quedan tantos momentos así, tantos clavos que coleccionar, tanto que escuchar.

Jorge, que ya tiene 60 años, se jubilará pero nunca desaparecerá del principio, imposible.

El entrenador con mayúsculas.

Mientras tanto, Gabriel, el padre, seguirá hablando de la humildad, dando la cara por ella.

Su madre le seguirá recomendando libros para leer y él, Ignacio Sáez, los derechos de autor de toda esta historia, se ha prometido no desaparecer del atletismo hasta que no queden más clavos. O el cuerpo le diga ‘no puedo más’ y la nostalgia imponga su ley. 

Será dentro de  15 o 20 años, quién sabe. Habrá o no habrá luna llena en el cielo, pero nadie sabe lo que pasará: hasta donde habremos llegado.

Pero lo que sí se sabe es que él, Ignacio Sáez, nunca más volverá a tener 18 años y que a veces en la vida no hay nada tan bonito como los principios.

Nos lo recuerdan nuestros padres. Nos lo recuerda la vida misma.

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Alfredo Varona