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La leyenda negra de las series

Las series no son una carrera de Fórmula 1, sino un complemento en el que se trata de ir un 10% más rápido que en competición y lograr recuperaciones rápidas entre cada serie. 

En todos los lugares del mundo se hacen series. Tenemos esa ventaja de que este artículo se puede leer hasta en las Cataratas del Niagara: no quiero ni imaginarlo. Pero sí imagino que allí, como en cualquier parte del planeta, también habrá algún tipo que este martes por la tarde vaya a hacer unas series como en los años ochenta las hacía Rodrigo Gavela, que entonces era un proyecto de atleta. Un joven de El Bierzo que lo tenía todo por aprender y que entonces hacía caso a su entrenador como si se tratase de un libro de anatomía. Desde entonces, entendió que no todo es como a uno le gusta. Ni siquiera las series, cuya leyenda negra no es ninguna broma. Reivindica su derecho a existir como un día existió la belleza de Marilyn Monroe y como existirá cada vez que volvamos a ver una película suya en el cine. Porque hay cosas que no tienen una fecha de caducidad clara y que no se comporta en todos nosotros por igual sea aquí o en las Cataratas del Niágara.

Rodrigo lo descubrió antes de hacerse mayor. Había días en los que me lo contaba y en estos tiempos de recuerdos, como son las Navidades, yo la voy a contar ahora, y espero que no le moleste, entre otras razones porque los recuerdos, cuando se comparten, dejan de ser uno solo. Quizá por eso siempre que alguien me pregunta por sus dudas al hacer series inconscientemente me acuerdo de Rodrigo Gavela. El mismo hombre que me contaba que al principio a él también le resultaba agotador pensar en las series. Tenía un entrenador que le había acostumbrado  a realizar cada serie, desde la primera, como si fuese una carrera de Fórmula 1.  “No me inspiraba ningún  atractivo”. Es más, llegó el momento en el que Gavela no quería ver las series ni en pintura. Quizá por eso tampoco mejoraba en carrera. Su motivación entró en un callejón sin salida que era peor que la sala de espera de un dentista. Rodrigo podía descansar cuatro o cinco minutos entre cada serie en los que irónicamente recordaba que casi le daba tiempo para tomar un café. Pero aun así tampoco era suficiente. A veces, ni tan siquiera para terminar esos entrenamientos, en los que la dificultad abría la desesperación. A menudo, recordaba: “No se entrenaba, se competía, y eso no es entrenar”. 

La última serie, que debía ser la mejor, casi siempre era la peor. Así que Rodrigo Gavela, que luego llegó a correr el maratón de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, no encontraba manera de firmar las paces con la personalidad de esos entrenamientos. “Los días de series me resultaban agotadores desde que pensaba en ellas por la mañana”. De alguna manera aquello era como la guerra del Vietnam. “Me ponía nervioso e irritable pensando en la paliza que me esperaba”. Pero lo más grave es que en aquella época, en la que no había tanta información como ahora, desconocía si había otra posibilidad. Así fue hasta que vino a Madrid a estudiar periodismo y descubrió que se podía cambiar.

La ciudad le convenció de que es mejor volver atrás que perderse en el camino. Conoció un nuevo entrenador que le demostró que las series se debían realizar en progresión. Y fue como abrir los ojos. Y todo cambió, como cambian las cosas cuando tienen que cambiar. Y las recuperaciones se redujeron a un minuto o, a lo sumo, a minuto y medio. La última serie empezó a cumplir con su deber. Y pasó a ser la mejor porque el atleta trabajaba en progresión, tan solo un poco por encima del ritmo que pretendía en competición. Es más, aquellos días le enseñaron algo de lo que después Gavela, como entrenador, ha convencido a sus atletas: “Los trabajos de fuerza no son los más esforzados, sino aquellos que se ejecutan de forma complementaria y compartida con los de resistencia”. 

Nunca realizó más de 12×1.000. Ni siquiera él, que fue un maratoniano de 2 horas y 10 minutos, “porque machacarse es maltratar las condiciones“. Pero en su vida cada serie dejó de ser una amenaza para convertirse en una tentación en la que no hacía falta más de 1’00” de recuperación, porque no se trataba de destrozar al reloj, “sino de convencer al cuerpo del ritmo que pretendía llevar en competición”. Fue un negocio extraordinario que yo escuchaba contar a Gavela con vehemencia. De repente, el hombre, que podía haber escrito un tratado acerca de la leyenda negra de las series, se convirtió en un defensor de este entrenamiento. El tiempo le dio la razón hasta que una hernia discal le impidió llegar más lejos. Para entonces ya había batido el récord nacional de maratón en San Sebastián como jamás hubiese imaginado en sus años jóvenes. Pero la diferencia es que llegó a tiempo para convertir las series en una prolongación de la competición, en las que “se trataba de acostumbrar al músculo a ejercitarse con ácido láctico sin recuperaciones largas”. Máxime porque ése va a ser el escenario que luego encontrará en carrera en el que el atleta ni siquiera tendrá un segundo para recuperar. Por eso la única serie que Rodrigo volvió a realizar a tope fue la última. Y no sólo fue mejor así. También tenía que ser así,  porque él fue un fondista, no un velocista o un mediofondista . Naturalmente, las recuperaciones y los ritmos no podían ser los mismos. Las comparaciones con aquel mítico entrenamiento de Sebastian Coe (3×800 a 1’51” recuperando tres minutos), que tanto se ponía de ejemplo en aquellos años, eran imposibles: uno corría un 800 o un 1.500; el otro, Rodrigo Gavela, lo mínimo en lo que participaba era en una carrera de 10.000. 

Hoy, sin necesidad de viajar a las Cataratas del Niagara, hay veces que me acuerdo de Rodrigo Gavela. Máxime al coincidir con esos atletas que me recriminan que es una locura descansar 1’00” entre cada serie de 1.000 y justifican que ellos no son profesionales. Pero entonces vuelvo a acordarme de Gavela aquellos meses que vivió en Madrid y alguna vez subíamos a entrenar al bosque de la Casa de Campo a mediodía. Gavela entonces me convenció que las recuperaciones no dependían del status de los atletas. La diferencia estaba en el ritmo, en encontrar el ritmo que ayudase a cada uno a lograr lo que buscaba y a recuperar en poco tiempo. Y lo explicaba él, un hombre que había vivido en los dos extremos y hasta me acuerdo de aquel día que tradujimos juntos aquella entrevista con Volker Wagner, el entrenador de la maratoniana keniata Tegla Lorupe, que para afinar para el maratón realizaba 15 series de 1.000 con solo 20 segundos de recuperación. Gavela me convencía que un atleta aficionado también podía hacer eso si gobierna el ritmo que pretende llevar en carrera, porque “para la carrera de fondo trabajar la velocidad es todo aquel entrenamiento realizado a un ritmo ligeramente más alto, entre un 10 y un 15% que el que vamos a emplear en competición”. 

Quizá por eso desde entonces nunca más volví a acordarme de la leyenda negra de las series. Al contrario. Ni siquiera me parece una asignatura tan difícil. Quizá porque en mi idea siempre reaparece Rodrigo Gavela. El mismo hombre, que ahora es un reputado organizador de carreras y que seguirá siendo un defensor a ultranza del minuto de recuperación:  “Si sabemos hacerlas, las series siempre supondrán una ventaja muscular”, decía, “entre otras cosas porque lo que le falta al atleta de fondo es fuerza y gracias a las series se consigue más”. Por eso Gavela hablaba tantas veces del equilibrio entre economía y eficacia. “Si uno hace series está claro que va a gastar más energía pero también que esa energía va a ser más eficiente”. Y eso, según decía él, será proporcional al conocimiento que cada uno tenga de sí mismo y de la posibilidad de convertir el reloj en su propio cuerpo. Y hasta de hacer una serie a 3’30” o a 3’45” y de clavarla sin necesidad de mirar el reloj. Pero eso quizá ya sea más difícil y casi que lo dejamos para otro día. 

@AlfredoVaronaA 


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