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La difícil historia del padre de Javi Guerra

Paco Guerra se retiró a los 23 años. Volvió siete años después y, a pesar de levantarse a las seis de la mañana para ir a trabajar, llegó a ser campeón de España de cross en Amorebieta e internacional absoluto con 40 años. Hoy, trabaja de administrativo en un despacho de abogados.

Tiene 61 años, tres hijos, una casa de cinco habitaciones en Segovia y cada mañana va andando al despacho de abogados, donde trabaja mañana y tarde de administrativo. Esta es la historia de una persona mayor, que siempre que he escrito un artículo de su hijo Javi me ha llamado personalmente para darme las gracias: Paco Guerra, esas cosas se agradecen, distinguen.

El sábado hice esta fotografía a los dos en Aranda de Duero. Pero entonces entendí que esta vez el protagonista era el padre y que si quería contar una historia diferente tenía que hablar con él, que a los seis años se llevaba a su hijo a que lo viese entrenar en las pistas de Segovia. Entonces Paco ya se metía unas palizas soberbias entre las que ahora se le ocurre recordar “5×2.000 a 5’40” o 6×1.000 a 2’40” recuperando 1’15”. Pero el niño no se asustaba ante el sufrimiento. Al contrario: quería ser como el padre.

Hoy no existe punto de comparación: el hijo superó al padre por muchos metros cuadrados. Pero no borró el recuerdo del padre. Sobre todo en esos crosses del Norte (Amorebieta, Lasarte…). Sobre todo, esa vez que llegó a ser internacional con 40 años, en tiempo de descuento, en el Europeo de cross de Oleiros en Portugal, donde tal vez se preguntó, ya no lo recuerda: “¿Qué hubiera sido de mí si no hubiera dejado de correr en febrero del 81?” El día que tomó esa decisión tenía 23 años.

Tenía toda la vida por delante, en realidad. Acababa de hacer un 1.500 en 3’43″09. Estaba entre los cuatro o cinco mejores de España en la distancia. También había corrido un campeonato del mundo de cross en París. Pero a veces los árboles no le dejan ver a uno el bosque. “Trabajaba en el departamento de calidad de una empresa de automoción, me levantaba a las seis de la mañana y decidí dejar de correr de un día para otro. No sé por qué lo hice, pero el caso es que llegué a casa y dije ‘no sigo más’, y no seguí”.

Hoy, recuerda que estuvo “siete años sin correr un metro” hasta ese día, después de unas vacaciones de verano, en el que fue a ver a Isaac Sastre, su entrenador de toda la vida, y le preguntó: “¿Crees que puedo volver? Me dijo que sí y el primer día que salí a hacer un kilómetro me costó todo el trabajo del mundo”. Pero luego reapareció el atleta que Paco llevaba dentro, el que empezó a correr en los Maristas en las clases de Educación Física, el mismo que luego fue en Suiza campeón del mundo universitario de cross en el 78 el año en el que se matriculó en Derecho. Y el caso es que no fue un regreso fácil “Me levantaba a las siete de la mañana para hacer la primera sesión y a la hora de comer, en el descanso del trabajo, hacía las series”.

Y se creó esa presión o esa ambición. Se impuso a sí mismo ser campeón de España de cross, porque le encantaba el cross, el barro, las cuestas, la vida. Y lo iba a lograr. Pero el día que lo logró se vio inmerso en un grave problema. Hoy, cada vez que vuelve al álbum de fotos de ese día, de ese podio en el año 93 en Amorebieta, no sabe cómo explicarlo, porque, “en vez de ganar, parece que estoy en un funeral”. “La noche antes no había dormido un minuto y yendo a la salida me sentía hecho una piltrafa. Tenía tanta tensión, demasiada. Desde que empecé a correr me había puesto el objetivo de ser campeón de España de cross y, como no llegaba, la tensión crecía. Y el día, que lo logré, tuve que dejar de correr. Tuve que ir al psicólogo que me lo explicó: ‘la tensión se ha acabado y te ha dado el zambombazo, porque es como si el agua se hubiese salido del vaso de tanto esperar'”.

Hoy, a los 61 años, ya lo cuenta sin pena. El tiempo. Pero ayer, hasta que pudo volver a correr, no fue así. Porque dentro de él habitaba ese nerviosismo que parecía mentira en un hombre que, desde muy joven, advirtió la dureza de la vida. A los 17 años vio morir a su padre “de un cáncer de colón con sólo 50 años”. Aquí dejó a una familia de cinco hijos, “entre los cuales mi hermana pequeña tenía tres años”. Paco ya era ya buen atleta, pero en vez de ir a Madrid a la residencia Blume decidió ir voluntario al servicio militar en el que llegó a participar “en un campeonato del mundo militar en Roma con nombres como José Luis González, Sánchez Vargas, Domingo Ramón…”

Tenía clase Paco, en realidad. Pero le faltaba esa cosa que no se sabe como describir y que se notó en el único maratón que preparó en su vida en Venecia, donde pasó la media en 1 hora y 8 minutos. “No me convenció ese paso y me abandoné. Hubo ratos en los que fui andando, terminé en 2 horas y 30 minutos y no quise volver a saber nada del maratón. No me rendí, simplemente, dije no vuelvo“. Nadie le podría decir entonces que un día tendría un hijo, que sería un seguro de vida en la distancia: Javi Guerra, el mismo que ha acabado con la psicosis que existía en casa Javi corría en pista. Los días anteriores Paco siempre llamaba a Madrid a Antonio, su entrenador, y le hacía la misma pregunta: “¿Qué tal está mi hijo? ¿cómo lo ves?”

-Está como un avión -contestaba Antonio.

Pero luego nadie sabía explicar el fracaso y los fracasos duelen como los suspensos. A veces, le dejan a uno fuera de sitio.

Por eso hoy es tan importante. El día en el que se me ocurre hacer esta fotografía. La fotografía de los dos, padre e hijo, que podría ser la portada de un libro, de una novela. Los dos tan relajados, casi sonrientes: pase lo que pase ya no se puede perder, y eso no siempre se puede decir. “Marta, la mujer de Javi, ha aprobado la oposición, dejó el trabajo, arriesgó y volvió a estudiar y mira…”, explica Paco el padre, el hombre que, si no fuese por las arrugas, por las gafas y por alguna cana domiciliada en el pelo, detuvo el tiempo en su cuerpo.  Sigue pesando 57 kilos, como en su época, pero no por lo que entrena sino por la genética. Cuando hace alguna carrera popular como la de Aranda de Duero va alrededor de 4’00″/km porque ya apenas entrena dos días a la semana. Quizá porque cuando sale del trabajo por las tardes está cansado o no le apetece. “No encuentro esa motivación”, justifica.

En realidad, Paco ya no es el atleta. Es algo más importante. Es el padre. A los ojos de ustedes, el padre de Javi. El atleta que no ha perdido ninguna batalla con el maratón. El atleta que en breve, después de mil años, volverá a competir en pista. Pero ya no será como en aquellos años en la Blume cuando no sabía cómo gobernar su cabeza ni como alejarse del fracaso. Paco, el padre, se seguirá poniendo nervioso, como siempre que su hijo entra en juego. Pero los nervios ya no son los mismos: ya no pesan recuerdos como el del año 93 en Amorebieta. Ahora ven esas mismas fotos y sonríen en casa, en la casa de cinco habitaciones, en la que la única que aún no se independizó es la pequeña que ha empezado a trabajar en ‘Cortefiel’, en un contrato para universitarios. Por algo hay que empezar como empezó Paco una vez o como empezó Javi hasta encontrar su sitio: los Guerra.

@AlfredoVaronaA 


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