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Cosas de atleta, penitencia de corredor

Siempre recuerdo con añoranza las tiernas palabras de mi padre cuando yo aún era un atleta pubertoso: “Con tus piernas y mis cojones no me ganaba ni Dios”, y es que los consejos paternos siempre te vienen a la cabeza de una u otra manera cuando va pasando el tiempo.

Sí, pasa el tiempo, y a lo largo de nuestras insignificantes y a la vez fascinantes vidas, tropezamos con numerosas sorpresas e imprevistos que no son otra cosa sino eslabones que uno a uno van conformando las mismas. En ocasiones nos damos de cara con fastuosos festines de felicidad y alegría fruto del azar o, como suele ser más normal (máxime en el mundo del deporte) en recompensa a un esfuerzo continuado. Sin embargo no siempre nos sonríe la fortuna.

En estas ocasiones (afortunadamente anecdóticas) pueden ocurrir cosas graves o, por el contrario, meros infortunios posibles fuentes de humor futuro, como la narración que os presento hoy, extraída de mi bitácora de entrenamiento:  Un domingo en la primavera barcelonesa de 2006.

Hoy me siento obligado a aderezar mi libreta con texto por el insólito y en algún modo memorable fin de semana.

1. Para abrir boca, el viernes me salió un herpes muy majo en el labio con la consiguiente deformación del susodicho, y una notable descompensación en la armonía del conjunto de la cara.

2. Para continuar, sucede que tengo un pequeño quiste de unos dos milímetros en la frente desde hace más de 10 años, y el mismo viernes comenzó a molestarme. El sábado tenía la cara como un capricho de la naturaleza; el labio como el de un gorila de quinientos kilos, y un monstruo con vida propia en el centro geométrico de mi frente: se me había infectado la puta bolita de grasa tras sus diez años de gestación.            

3. Llega el domingo. Decido que nada me importa y que cumplir con mi rutina atlética me abstraerá y me hará un bien tan intenso que eliminará todas las toxinas de mi cuerpo dejando seco a mi nuevo amigo, Polifemo. Me armé de valor y salí a correr asustando con mi cara a cualquiera que osase cruzarse en mi camino. El metro me deja en Montbau y decido explorar la selva virgen que para un recién llegado a Barcelona resultaba ser Collserola. Y no podía estar más lejos de la realidad mi inocente ilusión, amigos míos. Siguiendo con la saga de infortunios, a los treinta minutos de correr como si me persiguieran abejas asesinas, heme bajando como una exhalación por un sendero lleno de piedras y surcos con desmesurada pendiente. Cuando ceden la pendiente y la dificultad del terreno, bajo la concentración y la tensión, y me calzo una clase de hosssssstia de boca contra el suelo y sin camiseta que me deja postrado en el suelo como si hubiera sufrido el ataque de varios osos.               

4. Me levanto mientras me cago en la puta madre que parió a toda la creación y compruebo los dos principios básicos de no tener nada roto y no sangrar y, no… no tenía nada roto. Sigo bajando, y bajando, hasta que decido meterme en una pequeña senda que sube para dejar de bajar de una puta vez; evidentemente había perdido la orientación y no tenía ni la menor idea de dónde me encontraba. A los cinco minutos subiendo ya no hay tal senda pero sigo. Sigo hasta estar totalmente perdido en el bosque sin saber dónde cojones ir, y tirando hacia arriba por no volver a saltar todos los troncos y las zarzas con las que me había venido arañando los últimos cinco minutos. Sigo caminando entre aquella puta selva avanzando unos veinte metros por minuto (sin exagerar) y al cabo de unos veinte interminables minutos más llego a otra senda que me lleva a un camino que ya conocía. Tengo marcas por todos lados.              

5. Como broche final a este maravilloso fin de semana, llego al metro de Valldaura destruido, sintiendo cómo la gente observa mi desgracia y se regocija en su no-situación como la mía; cuando salgo por Camp de l’Arpa lleno de polvo y sangre (ya casi ni me acordaba de los habitantes de mi cara) e intento abrir la puertecilla metálica de salida de los torniquetes (de los antiguos que ya están desmontando), se me resbala la mano quedando cerrada la puerta, para acto seguido estrellar mi rodilla izquierda por el ligamento cruzado externo, con suficiente mala fortuna como para que en sucesivos días me duela en agudo y punzante dolor. La puerta se abrió. Y así concluye la narración de ese día en mi libreta.

No puedo evitar pensar en mi padre cuando recuerdo lo sucedido en aquella ocasión; es como si el dios atletismo hubiera dicho: “Así que, ¿ahora quieres entrenar y no cuando te aconsejaba tu sabio padre? Pues este es tu castigo”

Haciendo una pelota con todas estas experiencias, traumas y aprendizajes se tiene al menos que sacar una moraleja, y la mía es: corred siempre que podáis disfrutarlo, porque si salís sólo cuando lo necesitéis quizá no esté ahí para vosotros. No creo que Kafka me diera una palmada en la espalda pero esto es lo que hay.

Hasta la próxima hostia.


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1 COMENTARIO

  1. El dios atletismo suele castigar al que quiere conseguirlo todo en un día, pero no tiene por que ser tu caso. Si, recuerdo aquella frase que me salió del alma cuando aquel día entrenando, tú y Javi me pegasteis un cambio de ritmo entre risas, definitivo para mi, en el fondo lo pensaba, y sigo pensando que con tus piernas y lo que queda de mis cojones, otro gallo cantaría

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