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28 centésimas sin dueño

Higuerosport.com
En su libro ‘Correr de otro modo’ Alfredo Varona y Antonio Serrano dedicaron este capítulo a Juan Carlos Higuero, que hoy anuncia su retirada definitiva del atletismo de elite. Hoy, lo reproducimos aquí por su interés y como homenaje a un atleta inolvidable. 

No era como los demás. No se parecía a nadie. A finales se los noventa, cuando Juan Carlos Higuero llegó a Madrid, su cabeza te conquistaba con la misma facilidad con la que te desesperaba. Yo empezaba de entrenador y me encontré a un joven desordenado, de aspecto rebelde, que nada más poner el cronómetro en marcha me impresionó para toda la vida. Fue capaz de hacer 50,2 segundos en un 400 en un entrenamiento. Superó todos los registros que yo había visto hasta entonces. Pero el problema aparecía una vez que aquel muchacho salía de la pista. Entonces se olvidaba de la civilización. Podía acabar de entrenar a las ocho de la tarde e irse a comprar un bocadillo de calamares. Vivía en contra de las leyes del entrenamiento invisible. Pero aun así tenía tanto talento que ya había sido bronce en el Campeonato de Europa junior de 5.000 metros y necesitaba un tiempo que en Aranda de Duero su entrenador, Leocadio de Blas, ya no le podía dar.


Decía que había llegado a Madrid “con 600 € ahorrados, mucho aire en los pulmones y hojas de papel en blanco”.

Por eso  Higuero llegó a mis manos y me encontré con un muchacho de buen corazón, recién amanecido para la vida. Su inocencia era su religión. Lo tenía todo a favor y a la vez todo en contra. Ni siquiera el hecho de que celebrase sus triunfos pegando tiros al aire como James Bond significaba que estuviese totalmente enamorado de esto. En su cerebro la locura se confundía con el valorTenía un  desorden casi contradictorio en un atleta de una procedencia tan humilde. Pero en la batalla que se establece entre el corazón y la cabeza casi siempre ganaba el corazón. Así que uno no sabía como clasificar a ese atleta que te decía que había llegado a Madrid “con 600 € ahorrados, mucho aire en los pulmones y hojas de papel en blanco”. Pero el día a día le descentraba a él y a mí, a veces, me desdibujaba como entrenador, no somos de acero.

El dinero pudo dificultar el proceso o no, cualquiera sabe. El caso es que tras ganar en el año 2.000 el Nacional de 1.500 en Montjuic la reputación de Higuero cambió totalmente. De repente, encontró un acceso fácil al dinero. Pero no creo que eso fuese un dato decisivo. Si hay un hombre que no es materialista en este mundo ese es Higuero, un buen hijo, un buen amigo, una buena persona, en definitiva. De hecho, hoy, casi veinte años después, ya es otra cosa. Un hombre que ha sabido encontrarse. Un hombre perfeccionista, preocupado por su discurso y por su forma de pensar. Nada que ver con ese desastre que conocí y del que quizá ahora escribo con sentido del humor.


Si entrenábamos a las seis de la tarde a las cuatro se tomaba un litro de leche y una caja de galletas en su habitación.

Los recuerdos, en realidad, no están para amargarnos la vida. Los recuerdos de Higuero me trasladan al instituto Ortega y Gasset. Conseguí que se matriculase, porque el entrenamiento entonces no era un impedimento. Tenía tiempo de sobra para ir a clase. Era su primer año de promesa y no doblaba mañana y tarde, porque a esa edad no es conveniente. Pero mi sorpresa llegó al final del primer trimestre cuando el tutor me pasó el parte de asistencia y vi que Juan Carlos, sin ningún motivo, no había aparecido por clase. Cuando le pregunté por qué, ni siquiera él supo cómo explicarlo y no me molestó. Había preparado a mi paciencia. Hay cosas en la vida que necesitan más tiempo del que nos gustaría para corregirse. En ese sentido Higuero formaba parte de una locura. Todavía recuerdo la primera vez que lo vi en un Europeo junior de cross en Charleroi (Francia) en la línea de salida. El muchacho no encontraba ni a tiros su camiseta de competición. Pero había motivo. Se la había dejado en la habitación del hotel. Tuvo que correr con una camiseta de manga corta y entre todos le hicimos un dorsal con una hoja de papel que radiografiaba al personaje que, años después, me iba a encontrar en Madrid. Tenía una vida para corregirse.

Yo recuerdo que, al cabo de un año de estar conmigo, Higuero me contó que si entrenábamos a las seis de la tarde a las cuatro se tomaba un litro de leche y una caja de galletas en su habitación de la Blume. Luego, bajaba a la pista y cumplía con los tiempos, porque él era lo más parecido que he tenido a un superdotado y, a los 18 años, el cuerpo lo aguanta todo, incluso una anarquía tan extrema como la suya. Porque, en realidad,  Higuero no carecía de habilidades, ni siquiera en los estudios. Todavía recuerdo esa época en la que le pedí a mi pareja Natalia, que es bióloga, que le ayudase en lo académico. Y lo hizo. Comenzó a darle clases  de química y de formulación. A la primera semana, ya lo dominaba y entonces nos dimos cuenta que podía ser un chaval inteligente. Sólo teníamos que ayudarle a organizarse y a distanciarse de ese ser perverso que habitaba en su interior. Pero sabíamos que no iba a ser fácil.

Un día, que pasó a lo inolvidable, encontró los 5.000 euros que había ganado en la carrera de Canilleras en el bolsillo de un chandal cuando lo tiraba a la lavandería. Un dinero del que ni siquiera se acordaba, porque aquel joven era así. No sé si Higuero se acordará, pero yo sí me acuerdo de aquella vez en la que regresó por la noche de Aranda de Duero en su Fiat Uno y se fue a dormir a un piso que yo tenía alquilado a varios atletas en Puerta del Ángel. Al parecer, sólo subió una parte del equipaje y dejó el resto de las maletas amontonadas en el coche, a la vista del mundo entero.  A la mañana siguiente, me llamó su madre, porque la policía había encontrado cosas de su hijo, entre ellas la documentación, tiradas por las calles de Madrid. Naturalmente, le habían robado, se habían quedado con lo que tenía algún valor y el resto lo dejaron humedecer en las aceras…

A su lado, cada día y hasta cada noche era una incertidumbre

Supongo que de aquel Higuero hoy se podría escribir un libro francamente divertido. Pero ese no es mi objetivo ahora. Para mí, Higuero siempre será alguien muy especial, un hijo más, quizá mi hijo mayor. A su lado, cada día y hasta cada noche era una incertidumbre como aquella vez que llegó a la residencia Blume de madrugada tras una carrera en Cuenca. Tenía tanta hambre que asumió calentar unos macarrones en el infiernillo que guardaba en su habitación, sin pedir explicaciones a nadie. No fue, en realidad, nada tan extraordinario si no es porque, mientras se cocinaban, él se quedó dormido, el agua se evaporó y empezó a salir tanto humo por la puerta de su habitación que hizo saltar las alarmas del edificio. Asustado, el conserje abrigo la puerta de su cuarto imaginando el incendio y, acto seguido, la primera fotografía, que recordaba Higuero de sí mismo en aquel momento, fue corriendo, huyendo, por el pasillo completamente desnudo, con las puertas de las demás habitaciones abiertas, incapaces de entender la escena.


Juntos nos adueñamos de esperanzas magníficas que a menudo vimos fracasar. Pero en invierno volvíamos a recuperar la fe. Volvíamos a prepararnos para soñar (..)

Pero esas eran cosas que sólo le podían suceder a él, un tipo sin término medio al que te costaba imaginar en la final de unos Juegos Olímpicos. Pero como era un genio lo consiguió a los 22 años en Sidney. Allí desafió en el 1.500 a gente como Ngeny, El Guerrouj o Lagat y aprendió que existían carreras imposibles de solucionar en el último 400. Fue una bellísima experiencia que ahora, ya mayores, recordamos a través de las fotografías. Un pasado que hoy se echa de menos y que  en su momento no sé si favoreció a Higuero. A los seis meses, convencido de que ya era uno de los mejores, empezó a entrenar muy tarde y fue último en el Mundial de pista cubierta de Lisboa. Un golpe para él, que siempre se había jactado de que nunca sería el último… Pero en la vida quizá también se necesitan derrotas como esas. De todas las batallas se aprende algo, sobre todo de las que perdemos.

Hace ya más de diez años, pero lo memorizo como si fuese hoy. Quizá porque la convivencia fue tan intensa… Juntos nos adueñamos de esperanzas magníficas que a menudo vimos fracasar. Pero en invierno volvíamos a recuperar la fe. Volvíamos a prepararnos para soñar con lo mejor, con lo más importante. Teníamos ese derecho, esas posibilidades. Yo entendí que un atleta es como un misterio que, si uno trata de resolverlo demasiado rápido, no te lo va a perdonar. Él aprendió de las cicatrices y de sus malos humos tras los fracasos.


Con Higuero recorrí carreteras comarcales, pero no acepté que me gobernase la ansiedad.  (..) Cedí ante su persuasión, ante sus pecados de juventud, porque en la pista le veías cosas que no veías a nadie.

Hoy, quedan recuerdos ingratos, pero necesarios para explicar con precaución aquella época. Higuero era un atleta con unas posibilidades gigantescas en 1.500. Yo no me cansaba de repetirlo.  Tenía una serie roja (glóbulos rojos, hematíes y hemoglobina) estupenda. Pero en otoño, cuando yo le aconsejaba un solo mes de vacaciones, él se tomaba dos. Volvieron a pasarnos cosas como en el verano de 2001 cuando perdió la plaza para acudir al Mundial de Edmonton en el último momento, en el campeonato de España. Ni siquiera importó que tuviese el derecho a ir como finalista en los Juegos de Sidney un año antes, porque entre nosotros sabíamos que moralmente no tenía razón. Durante el año había perdido la memoria y había entrenado muy poco. No tenía la cabeza en su lugar y todo eso se notó en la zona de calentamiento, en la final del Nacional. Entonces Juan Carlos estaba como un flan. Yo trataba de convencerle, pero es imposible convencer a un hombre con la conciencia herida. Él estaba demasiado nervioso. Sabía que se había equivocado. Por eso aquel verano decidí castigarle y, mientras sus rivales disfrutaban del Mundial y del viaje a Canada, nosotros nos quedamos en Madrid entrenando a solas, a casi 40 grados en la pista del INEF. Pero la tortura mereció la pena. Aquel verano marcó un punto de inflexión en su vida.    Aquellos entrenamientos a disgusto le permitieron correr un 1.500 en 3.32 en Bruselas en el mes de septiembre.  Él nunca había hecho esa marca. Aprendió algo para toda la vida: el triunfo tenía un precio.

Con Higuero recorrí carreteras comarcales, pero no acepté que me gobernase la ansiedad. Supongo que cedí ante su persuasión, ante sus pecados de juventud, porque en la pista le veías cosas que no veías a nadie. Pero supongo que también existió ese día en el que, cansado de aguantar, le dije: ‘mira, muchacho, yo ya te he contado lo que hay, ahora decide tú‘. Algún día más tuve que ponerle los pies en la tierra, recordarle que era un afortunado, que su padre había sido camionero o que uno de sus hermanos se ganaba la vida de fontanero. Él, sin embargo, tenía un Porche aparcado en el garaje. Por eso no renuncié a las palabras ni a sus efectos secundarios. Supongo que esforcé a la imaginación, le recomendé que fuese al psicólogo y le hice una pregunta que no olvidaré jamás: ‘Si eres tan decidido en la vida, si aguantas tanto entrenando, ¿por qué no eres capaz de controlar los nervios en competición?

Allí se escribió nuestro inolvidable caballo de batalla.  La descripción en los grandes escenarios casi siempre era la misma. En la cámara de llamadas, Higuero era prisionero de su propio sistema nervioso. Miraba pero no veía a su alrededor. El atleta era incapaz de poner paz, de acordarse del hombre que se comía el mundo en Aranda  o del muchacho que se emocionó cuando su hermano mayor, que se fue a trabajar una semana a la vendimia, le dio todo el dinero que había ganado para comprarse unas zapatillas de clavos. Higuero, en realidad, tenía una historia tan emotiva o tan humilde como el que más. Higuero, a solas, era un joven que te llegaba al corazón, pero costaba tanto curar sus defectos… Pasaron años hasta que lo convencí de que ceder dos metros en una carrera de 1.500 era una barbaridad…. Él, sin embargo, decía que no era nada…, y así pasaba en las finales, donde rápidamente cedía la cuerda o se metía en callejones sin salida. Una crónica desafortunada que nos hería a él, a mí y a sus tres hermanos, que no fallaban un solo verano en las gradas de los campeonatos y que aguantaban estoicamente las decepciones. Quizá por eso Higuero, todavía a tiempo, a los 25 años, tras el revés de Juegos Olímpicos de Atenas 2004, les prometió que, a partir de entonces, iba a nacer otro atleta y quizá otro hombre. Es más, yo también le escuché decir, “aún puedo ser un atleta inteligente”, y me hizo pensar a solas, en el vuelto de regreso a Madrid, que esta vez sí, tal vez sí.., ¿por qué no?


(..) Higuero sabía, yo lo sabía, que un día así ya no volvería a su vida y, de hecho, no volvió. Higuero entonces tenía 30 años.

La realidad es que, desde entonces, todo fue más feliz, el libro de ruta y la hoja de resultados. El pesimismo de las malas épocas perdió su lugar. Supongo que porque la vida es así y no hay una edad definida para madurar. Yo le pude ayudar y él pudo convencerse. Pero, por encima de todo, fue el tiempo el que le convenció de que las carreras no se ganan al final, sino desde el principio. Fueron los años los que le ayudaron a ejercer un dominio sobre sí mismo extraordinario o a bajar hasta los 66 kilos en los Juegos de Pekín 2008 respecto a los 70 con los que competió en Sidney. En realidad, Pekín fue nuestro momento, el que peleamos toda la vida y ya no pudimos volver a pelear. Se quedó, nos quedamos, a un puesto, a 28 centésimas de la medalla olímpica en 1.500. Terminado todo, cuando fui a abrazarle a solas en el vestuario del estadio, no sé quien lloraba más, si él o yo; el caso es que lo recuerdo llorar como no le había visto llorar jamás y arrear una patada al bote de refresco que tenía a su lado como si fuese la patada más furiosa del mundo.  Las palabras no eran necesarias en ese momento. Higuero sabía, yo lo sabía, que un día así ya no volvería a su vida y, de hecho, no volvió. Higuero entonces tenía 30 años. La diferencia con el pasado es que ya no tenía nada que reprocharse. Había cumplido su promesa, había cambiado para alcanzar lo que tantas veces soñamos alcanzar… El mero hecho de estar ahí, de escuchar a El Guerrouj acercarse a él antes de empezar la carrera, para decirle en un inglés muy comprensible, ‘Juan Carlos, ha llegado tu momento’, actúa como un recuerdo incomparable. Hay lecciones que te da la vida. Hay recuerdos que no aceptan comparaciones. En el camino dejamos vida y salud. Aprendimos a ganar y, sobre todo, a perder, a aguantarnos sin impacientarnos. Pero mereció la pena: luchamos por una medalla olímpica.  Hoy, siete años después, en la frialdad que origina este silencio, no sé si volverá a suceder en mi vida y por eso quiero dejarle escrito con la más franca de mis emociones lo que, una vez que estas páginas pasen por la imprenta, ya nada podrá borrar:

GRACIAS, JUAN CARLOS, GRACIAS POR TODO, AMIGO…


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