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Elena Congost, sinónimo de resilencia

Elena Congost

Elena Congost / VALENTÍ ENRICH

Carme Barceló

Carme Barceló

“¡Mama, mama, mamaaaaaaaaaa!”. No es el estribillo de la canción de Rigoberta Bandini, que también. Es lo que escucha la atleta Elena Congost unas cien veces al día. Demandada por sus cuatro hijos menores de edad, la mujer que consiguió un oro histórico para el deporte paralímpico en Río’16 y que multiplicó la empatía por los deportistas de élite con discapacidad en París’24, me cuenta cómo gestiona la conciliación. “Sin la red que han tejido mi marido, los abuelos, las ‘canguros’ y los amigos, hubiera sido imposible que llegara a una olimpiada tan exigente como la del año pasado”, reconoce.

Allí consiguió un bronce emocional, que no real, al olvidarse de la línea de meta para asistir a su guía, Mia Carol, que se desvanecía a su lado. Su mente apartó los meses de esfuerzo, de sacrificio, de dejarse casi la vida en cada entrenamiento porque era más importante ayudar al compañero. Un gesto instintivo, que parte de lo que una lleva tatuado en el interior, fruto de una educación y una humanidad poco habitual. La de la calle y la del tartán. ¿Todo perdido? No. Agradece emocionada que “el Comité Paralímpico Español valorara esa ‘no’ medalla y me concediera una beca extraordinaria. Hice mi trabajo. Me preparé a conciencia y ahí quedó demostrado”.

La vida deportiva de Elena Congost no ha sido fácil. Padece una enfermedad degenerativa que le hace perder progresivamente la vista. Sus medallas en los Juegos Paralímpicos de Londres y Río de Janeiro son el fruto de un trabajo en el que “la demanda de constancia y sacrificio es al más alto nivel. Yo me considero una deportista de élite. Tengo una discapacidad, sí, pero entreno con atletas que no son paralímpicos y me duele que la sociedad no lo vea así. Siguen existiendo prejuicios en lo que se refiere a la inclusión. Poner una rampa en un local no es la inclusión real. Hay que educar a los niños desde pequeños y crear esta normalidad. Nos faltan referentes deportivos y culturales de verdad. Cuelgan un cartel para anunciar cualquier prueba y siempre lo protagoniza un famoso que no tiene discapacidad. Vamos mejorando, pero queda mucho camino por recorrer”.

Me hago cruces cuando hablo con ella de la conciliación. Ríe y confiesa que “es una organización que me tomo como un trabajo, como cualquier madre que convive entre niños y profesión. Cuando estoy con ellos, me olvido del deporte y de su presión. Descargo una parte mental e intento llevar una vida tranquila, priorizando mi tiempo con ellos, el descanso y una buena alimentación Y cuando entreno, me descargo del perfil de madre. El ‘mama, mama, maaaamaaaaaaa’ constante, la demanda… Me canso entrenando y dejo a un lado a la mamá. A mis hijos les enseño lo que es la constancia, el compromiso y el pasar lo mejor posible los días en que las cosas no te salen. Lo viven desde dentro y eso es tambien un aprendizaje”. Levanta la mano para pedir, desde la élite, que “las madres decidamos serlo cuando queramos, no cuando estamos cerca de la retirada o supeditadas a un calendario olímpico. Eso va en contra de los derechos de las mujeres”.

Elena lo sabe bien. En 2016 desapareció del mapa por ser madre. Ni las marcas, ni los medios ni las instituciones la apoyaron. Años más tarde, ya en París, le llegaron a decir que “era lo mejor para tu salud”. La abandonaron 24 horas después de parir, a nivel legal y deportivo. Fue un desengaño enorme para Congost. Pero años después, su marido la empujó a seguir “y a demostrar. Preparé estos últimos Juegos Olímpicos a tope. Fue precioso, duro y… bueno, acabó como acabó pero demostré mi bronce”. Y una resiliencia absolutamente brutal.