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Opinión

La tematización de la grada

Lamine Yamal, en Montjuïc

Lamine Yamal, en Montjuïc / Dani Barbeito

El Camp Nou nunca fue la Bombonera o De Kuip, ni sus espectadores nunca se asemejaron al muro amarillo del Signal Iduna Park, donde 25.000 seres humanos, sin asiento, empujan desde la vertical grada sur del estadio a su equipo hasta la extenuación. El Barça se reconoce más por el espíritu del tribunero, que susurra desde el primer pase que el equipo erra cada día de partido, ese que marcha entre cinco y diez minutos antes de que finalice el partido.

Pero pocos estadios tienen la capacidad intimidatoria del Camp Nou, con cien mil almas cantando, casi a capela, el 'cant' del Barça al salir de los jugadores. Hoy Montjuïc se ha convertido en un museo visitable en día de partido. Hemos edulcorado ese 'match day' para el foráneo. Ese turista ha sustituido sistemáticamente al aficionado porque es un consumidor que puede dejar cuantiosos ingresos en taquilla. El fútbol se está transformando en un producto, en una experiencia 'premium' empaquetada para ser vendida al mejor postor.

El Barça juega en un estadio lleno, pero vacío. Lleno de turistas, de móviles levantados, de selfies, de camisetas recién estrenadas. Vacío de alma, de socios, de esa gente que siente el club como una extensión de su propia piel. El resultado es una grada mayoritariamente en silencio. Los cánticos son la gasolina para el equipo que hoy carece. La grada de animación tan necesaria, esa que empujaba al resto del estadio arrancándolos a animar, está desaparecida por ser crítica con el palco.

Allí empieza, pero no acaba, la responsabilidad de la directiva que ha gestionado el estadio y la masa social con la lógica del negocio, no con la del sentimiento, cuando se vanta de pensar solo en el socio. En su afán por monetizar cada asiento, cada metro cuadrado, cada minuto de partido, ha vaciado de contenido lo que hacía único al club: su gente. Sin hinchas no hay épica. Sin emoción no hay identidad. Sin ruido no hay fútbol (para silencio, ya tenemos El Liceu).

El contraste es doloroso. Mientras otros clubes europeos han sabido mantener una grada popular que vibra, anima y empuja, el Barça ha permitido que su templo se convierta en un escaparate mudo. En Dormunt hay pasión. En Anfield hay comunión. En Montjuïc, hoy, hay eco. Esperemos que no pase lo mismo en el Nou Camp Nou cuando volvamos. Es más que un aviso para navegantes.

Es incomprensible que el palco solo denote indiferencia institucional ante la pérdida de la atmósfera culé. Ni 'força', ni 'ànima', ni 'rauxa', ni 'culerada'. El día de partido en el 'Estadi', cuando se vuelva, no puede ser un 'duty free'. Debemos volver a ser un santuario, ese tan nuestro. Recuperar la pasión no es una cuestión estética ni de marketing, es una cuestión moral y competitiva claramente urgente. El club que fue 'més que un club' no puede contentarse con ser un parque temático del fútbol. No se trata solo de vender entradas, sino de recuperar pertenencia y orgullo.