En la guerra y en el amor vale todo. O casi
Josep Lluís Merlos
La estrategia de Lewis Hamilton en Abu Dhabi, su gestión de la prueba, rodando como una tortuga desde el liderato para acercar la glotonería de los Red Bull y del Ferrari de Vettel al panal de rica miel que era la posición de Rosberg, ha incendiado algunas críticas. La ira de los ayatolás de la red demuestra que el forofismo, el hooliganismo de twitter, sólo se mueve con el carburante de la ignorancia, o por la inercia que da la falta de memoria. Que viene a ser lo mismo.
Independientemente del desasosiego que la rebeldía del británico a las órdenes radiadas de Paddy Lowe pueda desencadenar en el orden interno de Mercedes, casi ningún profesional de la F1 ha criticado la estrategia de Hamilton. Que será más o menos elegante, estilosa o ética, pero que entra dentro de lo lícito, por mucho que algunos se escandalicen.
Ni el propio Rosberg cuestionó, o puso pero alguno –al menos delante de luz y taquígrafos- por la estrategia desplegada por un rival que, lógicamente, quería jugar sus cartas para ser él el campeón de la temporada. Forma parte del juego, guste o no.
El público, el que paga entrada en los circuitos o abono por ver las carreras por televisión, es soberano. El cliente suele tener la razón. Cuando la tiene. Y no siempre es el caso.
Los insultos, lecturas sesgadas de cualquier comentario, los matices torticeros, esos oscuros (o no tanto) intereses que no persiguen más que la descalificación, se desmoronan.
En 1999 Schumacher desquició a Hakkinen en Malasia con la misma táctica. Y años después, Rosberg ganó en Mónaco utilizando la misma estrategia: rodando lento para minimizar la degradación del neumático. Y nadie se inmoló por ello. Al contrario: no fueron pocos los que ensalzaron sus astucias en su momento.
Felicitemos a Hamilton por su pícara victoria. Y, por supuesto, a Rosberg por un título merecido, que ya tocaba por tardón. Incluso deberían hacerlo quienes han criticado su conservadurismo, que haya pilotado con la calculadora. Curiosamente, los mismos que se extasiaban cuando Prost hacía igual, y no pasaba nada.
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