Gracias Rafa, gracias Fernando

Rafa Nadal nunca pierde su sonrisa

Rafa Nadal nunca pierde su sonrisa / JORDI COTRINA

E. Pérez de Rozas

E. Pérez de Rozas

A mis 68 años, he vivido dos momentos, dos  experiencias maravillosas como periodista: las entrevistas a Rafa Nadal y Fernando Alonso.

Me llamó uno de mis maestros, un poquito mayor que yo, pero no mucho más, y simplemente me pidió permiso para hacerme una pregunta sobre la larga entrevista que publicamos, la pasada semana, con Rafael Nadal, en Manacor, en su Academia. “Solo quiero saber una cosa, Emilio, ¿de verdad es tan buena persona como parece? ¿de verdad es tan buen tío como extraes de la entrevista y, sobre todo, de la manera que se expresa, lo que cuenta, cómo lo cuenta, con la sinceridad y soltura que se expresa? ¿en serio es así?”

Lo siento (o no) pero no pude decir otra cosa que la verdad, perdón, que lo que siento: sí, es así, o así me lo parece, o así lo he intuido siempre, no la semana pasada cuando pasé toda una mañana a su lado, viéndolo entrenarse (de verdad, ya lo conté, pero resulta impresionante la fuerza, la pasión, las ganas, la ilusión, la determinación con la que se emplea), pasearse discretísimamente por su Academia y, sobre todo, como afrontó la hora que me regaló, que nos regaló, a ustedes y a mí, para expresarse sobre todo lo que le pregunté y/o comentamos.

Le dije a mi maestro que, a mis 68 años, he vivido dos momentos, dos días, dos encuentros, dos experiencias, maravillosas como periodista. Sí, vale, he vivido algunos más como el día del gol de Ronald Koeman, claro, o la inauguración de los Juegos Olímpicos, o la jornada, en Nueva York, junto a mi maravilloso y desaparecido amigo Quim Regás, cuando, de la mano del no menos maravilloso y amigo Josep Miquel Abad, conseguimos (porque allí, periodistas incluidos, formábamos una piña, un mismo equipo negociador) el contrato televisivo que salvaría los Juegos de Barcelona.

Pero auténtico, de disfrutar, de llegar a pellizcarte y pensar “¡caray, Emilio, que sí, que está ocurriendo, que te está pasando!”, solo dos y muy separados en el deporte, la distancia, el escenario y los personajes. Por eso, cuando acabé mi encuentro con Nadal le conté que había experimentado la misma sensación de gozo, placer y satisfacción que cuando, el 7 de julio del 2004, hace ya, sí, más de 16 años, Fernando Alonso, justo un año antes de conquistar sus dos títulos mundiales (2005 y 2006), me invitó a pasar toda una jornada con él en las instalaciones de la escudería Renault en la localidad británica de Enstone, Oxfordshire, en Inglaterra.

Como me ocurrió aquella mañana fría de Inglaterra y en la matinal calurosa del pasado miércoles en Manacor, Alonso y Nadal lo habían preparado todo, todo, con una exquisitez increíble. Un muchacho amabilísimo (en el caso de Rafa Nadal, Antonio Arenas, el responsable de comunicación de la Academia y la Fundación) me llevó nada más llegar al despachito del piloto en el edificio. “Tú te quedas aquí, yo voy acudiendo a reuniones, ensayos, pruebas, charlas con los ingenieros y demás y, de vez en cuando, me pasaré por aquí y vamos hablando”, señaló Alonso. En el caso de Nadal, ¡boooom!, nos llevaron, a Jordi Cotrina, nuestro fotógrafo, extenista, muy conocido por Nadal y Carles Moyá, a la pista indoor, cerrada con llave, donde se entrenaba el campeonísimo de Roland Garros, con el propio Moyá y Tomeu Salvà, su tercer entrenador y amigo enorme de Rafa.

A partir de ahí, todo fueron atenciones, amabilidad, buena (perdón, extraordinaria) predisposición y sinceridad a tope. Como ocurrió con Alonso, con quien estuve hasta las ocho de la noche. Es más, en aquella ocasión, no sabía cómo sacármelo de encima y, ya a última hora, me dijo “ven, vamos al gimnasio por si quieres hacer alguna foto más haciendo bicicleta estática”. No, no, déjalo, Fernando, tengo suficiente. Pero, no, fuimos. “Vaya, que mala suerte, está Flavio (Briatore, manager y jefazo del equipo que sería campeón) con su entrenadora personal”. Y yo pensé, venga, venga, perfecto, nos vamos. “Espera, espera, que le pido permiso”. Noooooooo. Y, sí, nos lo concedió. “Dile a tu amigo que, si puede ser, no me saque en las fotos al fondo”, le comentó Flavio. ¿Al fondo?, Briatore, el play-boy de aquellas décadas, estaba tumbado sobre una inmensa colchoneta y su entrenadora personal, de casi dos metros, le retorcía el cuello, los brazos, los hombros… Que burro fui, me hubiese hecho rico con aquellas fotos… de haberlas hecho.

Esa sensación de placidez, de sinceridad, de confianza, de honradez, la tuve, el pasado miércoles, desde que pisé la Academia de Rafa Nadal. Y es que, nada más aparecer en la sala donde hicimos la entrevista, cuando se sentó delante de mí, se levantó como impulsado por un muelle, se acercó, mascarilla incluida, y me dijo: “Perdona, Emilio, no te he preguntado si querías tomar algo”. Yo, ni quería tomar algo, ni quería pedir nada, quería empezar a disfrutar de su discurso. Pero, sí, por educación, pedí un agua. Y Nadal se cruzó toooooooda la sala, abrió una nevera, cogió un vaso de un mueble y me sirvió el agua.

“Venga, estamos listos, empecemos, que tenemos una buena horita”. ¿Buena horita?, pura gloria, un placer sin fin. Y, sí, ahora que ha pasado justo una semana, entiendo las dudas que envuelven a mi maestro, pero lo siento por los que duden: Rafa Nadal es así, de lo contrario se le verían las costuras.