El cielo nos envía a Pogacar

Pogacar, más líder

Pogacar, más líder / AFP

Emilio Pérez de Rozas

Emilio Pérez de Rozas

Ni triunfo francés el 14 de julio, día de la fiesta gala, ni victoria de un ciclista francés ante los ojos del presidente Emmanuel Macron, que ha seguido la brutal etapa del Tourmalet y Luz Ardiden desde el coche del director del Tour, Christian Prudhomme, ni medalla de oro, es decir, primer puesto para un español.

Ha vuelto a ganar, cómo no, ese niño esloveno, llamado Tadej Pogacar, de 22 años, que, el domingo, en los Campos Elíseos se va a pasar el día en lo más alto del podio, pues van a tener que llamarle (o se quedará ahí todo el día) tres veces por megafonía, para recibir el maillot amarillo como ganador, el de lunares como vencedor del Gran Premio de la Montaña y el blanco como el mejor Joven de la ‘serpiente multicolor’ del Tour. Lo de este muchacho, visto desde el sofá de casa, es tan impresionante, o más, que visto desde las laderas de esos dos rocosos montes pirenaicos.

Cuando empezaba la ascensión al Tourmalet (17,1 kilómetos con 7,3% de desequilibrio en su pendiente), Alberto Contador gritaba, simpáticamente, “¡mirar los buitres! ¡mirar los buitres!, los ciclistas se fijan en los buitres”. Y, sí, al final, no hubo buitre más fuerte, más vivo, más planeador, más listo, más fuerte, más cazador, más sagaz que Pogacar, a quien más de uno por la radio acusó de quererlo ganar todo y más de otro argumentó que “quiere acumular premios y euros para repartir entre sus gregarios, para dárselo al equipo que le ha llevado y ayudado a repetir, esta vez aún con más contundencia, su poderío y exhibición en la carrera más dura del año”.

Es evidente que el ciclismo mundial tiene o un ídolo, o un dios, o un mito, o un nuevo monstruo en la persona de este chavalito, Tadej Pogacar, que gana, casi, casi, sin levantarse del sillín. En los 300 últimos metros de Luz Ardiden, donde hace ya muchos años ganaron Perico Delgado (1985), Lale Cubino (1988), Miguel Induráin (1990), Roberto Laiseka (2011) y Samuel Sánchez (2011), Pogacar estuvo jugando con sus compañeros de fuga, los mismos que el día anterior (Jonas Vingegaard y Richard Carapaz, que serán quienes le acompañen en París) y, sí, también, también, con el bueno del mallorquín Enric Mas, que trató de coronarse en lo más alto del Tour.

“Cuando arranque, oí por el pinganillo que mi director me decía que me iba, que me iba, porque estaban mirándose entre ellos y casi conversando”, le contó Mas a Quique Iglesias, en la COPE, “pero enseguida vi que Pogacar bajaba uno o dos piñones y pensé que me superaría al momento, como así fue. Era muy difícil, pero debía intentarlo sobre todo después de haber pasado dos días malos y de haber perdido casi el podio, aunque seguiré peleando”.

Cuando ves una etapa del Tour desde el sofá de casa, sabiendo que hay un jefe que lo decide todo (¡qué hermoso y gracioso ese cartel que lucía una niña, lejos del asfalto, con el nombre de Induráin y un inmenso corazón rojo), te pasas la retransmisión, incluso si, como yo, vas zapeando por diversas emisoras de radio tratando de encontrar, no solo el comentario que te explique mejor lo que estás viendo (o lo que no ves) sino también, también, por si atrapan a alguien que la pequeña pantalla no te ha enseñado.

Y, sí, entre unos y otros, te vas metiendo en la carrera porque la carrera, la ronda, el Tour, esa serpiente, como deporte es inmenso, tremendo y vibrante (incluso cuando la Gendarmeria se presenta en el hotel de Barain, en Pau, en busca de no sé qué “planes de entrenamiento” ¡ya me dirán!), pero como espectáculo televisivo es único, tremendo, hipnotizador, fantástico, hasta cuando los más bobos de sus espectadores (la pasión les impide ver que están locos) se acercan, rozan, tanto, tanto, a los correros que casi los tiran en las rampas del Tourmalet y Luz Ardiden.

Y te pasas la retransmisión sabiendo que los que te ayudan a ver la carrera, a interpretarla, que saben de esto mucho más que tú, saben que lo que pregonan es imposible. Ese grito, del que sea, de Javier Ares, Alberto Contador, Eduardo Chozas (Eurosport), Heri Frade (COPE), que no paró de empujar con su voz, no con sus gritos, con su aliento, con su fe, a Mas para que ganase, por fin, tres años después una etapa un español (el último triunfo es de Omar Fraile, en Mende, en el Tour del 2018), de Quique Iglesias, de Luis Pasamontes o de Óscar Pereiro, para que alguien “¡ataque ya a Pogacar!”, sabes que, ese grito, es inútil, que no se va a producir.

Porque a Pogacar ya le tienen miedo, como a los buitres. Porque Pogacar, por más joven que sea, ya es un monstruo, ya le han tomado la matrícula y hace ya muchas etapas, demasiadas, que han decidido que, el domingo, estar a su derecha e izquierda en el podio de los Campos Elíseos de París, va a ser el mayor (o casi) de los éxitos, un triunfo sonado. Todo el mundo se preguntará el domingo ¿quiénes son esos dos que están con el caníbal? Y la gente sabrá que son los mejores de los otros: Jonas Vingegaard y Richard Carapaz. Y no habrán ganado, no, habrán terminado a más de 6 minutos del monstruo.