Gallardo agiganta su leyenda

Cuerpo técnico y jugadores de River celebrando el pase a la final

Cuerpo técnico y jugadores de River celebrando el pase a la final / AFP

Vero Brunati

Vero Brunati

Como casi nunca antes, Marcelo Gallardo no pudo quitarse la sonrisa del rostro durante toda la conferencia de prensa posterior al Superclásico. Incluso pidió disculpas por no poder analizar debidamente el partido debido a lo que sentía: “Una felicidad que no me cabe en el cuerpo”. No era para menos. Su River Plate acababa de superar por cuarta vez en cinco años a <strong>Boca</strong>, el eterno rival, esta vez en plena Bombonera, para meterse en una nueva final de Copa Libertadores, la tercera bajo su conducción técnica, la segunda consecutiva.

No le importó al Muñeco la derrota durante los 90 minutos (los xeneizes ganaron 1-0 la revancha, pero el 2-0 de la ida otorgó el pase a los millonarios), ni el mal juego desplegado por los suyos. Le valía el resultado, el grito del final, el agigantamiento de una leyenda que lleva su nombre y que lo encumbra al punto más alto de la rica iconografía riverplatense. Gallardo es un mito que crece año tras año.

Mientras tanto, del otro lado, la imagen de Carlos Tévez expresaba su tristeza y el técnico Gustavo Alfaro manifestaba su “bronca” (cabreo). Ambos rescataron el aplauso final de los hinchas, que más allá de la decepción reconocieron el esfuerzo de un equipo que se vio inferior durante toda la serie e intentó emparejar el pulso a base de empuje, corazón y dientes apretados. Poco más había para destacar, pese a que el entrenador intentara vestir de injusticia una eliminación que básicamente llegó porque a su equipo le faltó fútbol.

Decepción de Boca

La semifinal de la Libertadores se había definido en el partido de ida. Aquella vez River demostró una superioridad futbolística notoria que se quedó corta en el marcador y Boca no tuvo armas suficientes para revertirla. La revancha expuso las enormes carencias ofensivas del conjunto de Alfaro, un funcionamiento nulo a la hora de generar acciones de peligro y la escasa jerarquía de varios de sus futbolistas. Ramón Wanchope Ábila, por ejemplo. El “9” que reemplazó a Darío Benedetto en la punta de ataque gozó de dos ocasiones de gol. En la primera, con poco ángulo, remató a la parte externa de la red; en la segunda, falló en el control y desperdició la oportunidad de quedarse mano a mano con el portero Armani.

Si el equipo de la Ribera soñó hasta último momento con la remontada para alcanzar los penaltis se debió a dos factores: las debilidades que mostró su rival y las facilidades que le dispensó el muy mal arbitraje del brasileño Wilson Sampaio.

River fue infiel a sí mismo. Se ocupó de gestionar su ventaja de dos goles, pero lo hizo apretándose en defensa y solo en contados minutos se propuso manejar el partido con sus mediocampistas, el habitual punto fuerte que sostiene toda la estructura del equipo. “No encontramos la pelota”, admitió Enzo Pérez al final como explicación al deslucido juego riverplatense. En realidad, tampoco era la intención.

Desde la banda, Gallardo pedía que saltaran la zona de transición para no arriesgarse a una pérdida, y los pases largos fueron un boomerang que le permitieron a Boca mantener su táctica de acoso hasta el final. Los cambios que introdujo el técnico –dos delanteros- demostraron que nunca pensó en cambiar de estrategia, a pesar de que las dificultades para defender las jugadas a balón parado le hicieran caminar por la cornisa casi toda la noche. Boca cabeceó muchas veces en el área rival (así llegó al gol), pero casi nunca lo hizo con eficacia, y eso salvó a River.

El árbitro Sampaio, por su parte, dio una másterclass de cinismo. Fue cuidadoso, prudente y hasta comedido en las áreas, allí donde el VAR puede dejar al descubierto los errores, pero se equivocó en demasiadas ocasiones pitando faltas inexistentes en zonas menos comprometidas que le permitieron a Boca lanzar innumerables centros al corazón del área visitante.

Futuro incierto

Ahora se abren dos panoramas bien opuestos en los dos clubes más grandes del país. En la misma noche del martes, miles de aficionados del River se congregaron frente al estadio Monumental para celebrar el pase, sin interesarles quién puede ser el adversario en la final del 23 de noviembre en Santiago de Chile (Flamengo-Gremio juegan esta noche en Maracaná, 1-1 en la ida). Su alegría refleja el estado de ánimo de la institución en los últimos cinco años. Solo dos cuestiones le inquietan en lo inmediato: la decisión que en diciembre pueda tomar Gallardo acerca de su continuidad al frente del equipo, y el hecho de que fue en la capital chilena donde River perdió las únicas dos finales de Libertadores de las seis que lleva jugadas.

Boca, en cambio, se enfrenta al abismo de la incertidumbre. Con el club metido en plena batalla por el poder (hay elecciones el 10 de diciembre), es muy difícil vaticinar el futuro. El puesto del manager Nicolás Burdisso, discutido tras un mercado de pases que sin dudas debilitó la categoría del equipo con la marcha de Benedetto y Nández, dependerá del resultado en las urnas.El de entrenador lo dejó claro el propio Gustavo Alfaro en la rueda de prensa. Dos de sus frases adelantaron su despedida: “Me siento orgulloso de haber estado en este club”, dijo, antes de cerrar con un lapidario: “Me queda terminar de la mejor manera posible los partidos que restan hasta final de año, irme a casa y recuperar mi vida normal”.

En cuanto al plantel, habrá que aguardar la decisión de Carlos Tévez de estirar o dar por concluida su carrera, y pensar en una nueva vuelta de tuerca para reforzar anímica y futbolísticamente a un grupo y una hinchada que no encuentran la manera de encontrar un juego que coincida con sus ambiciones.

Los ciclos de Rodolfo Arruabarrena, Guillermo Barros Schelotto y Alfaro se cierran del mismo modo. Quizás la solución sea esperar. Más temprano que tarde, Marcelo Gallardo dejará River para ir a probar fortuna a Europa. Tal vez sea la clave para que Boca pueda dejar a un lado sus obsesiones y levantar ese trofeo que le quita el sueño.