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El Elche, un milagro que no lo es
En un país acostumbrado a vender humo y a olvidar rápido, el Elche ha levantado una verdad incómoda y hermosa: que hay clubes que, sin necesidad de estrellas ni favores, son capaces de escribir páginas que emocionan

Las imágenes del Elche CF - Celta de Vigo / Áxel Álvarez
Juan Antonio Marín
Hay palabras que conviene limpiar del polvo y del abuso. “Milagro” es una de ellas. Porque lo que está viviendo Elche en estas semanas de fútbol no es milagro alguno: es la consecuencia de creer, de trabajar como si la vida dependiera de cada entrenamiento, de cada balón dividido, de cada arranque de dignidad en un césped que durante décadas parecía un escenario secundario.
Siete jornadas invicto. Trece puntos. Cuartos en la clasificación. Europa mirándonos como si alguien hubiera cambiado el guion. Y lo cierto es que nadie lo cambió: lo reescribieron los propios jugadores y el cuerpo técnico, a martillazos de convicción y disciplina.
No se engañen. El fútbol moderno está lleno de clubes que nacen con millones en los bolsillos y estrellas tatuadas hasta en los párpados. Lo del Elche no va de eso. Lo del Elche va de algo más antiguo y, quizá, más noble: de hombres que creen en una idea y la defienden hasta el final, aunque no suene su nombre en las tertulias de Madrid ni vendan camisetas en aeropuertos asiáticos.
En este arranque de temporada, el Elche ha devuelto al fútbol algo que el propio fútbol había olvidado: el valor de la identidad. No se trata solo de ganar o empatar, de sumar puntos. Se trata de cómo se hace. Y lo que se está haciendo en el Martínez Valero tiene una marca inconfundible: orgullo sin arrogancia, trabajo sin excusas, estilo sin complejo.
Ese estilo —llámenlo orden, llámenlo coraje, llámenlo dignidad— es lo que convierte a este equipo en un fenómeno. Cuando uno lo ve jugar, no encuentra la estridencia de los gigantes ni el histrionismo de las estrellas. Encuentra un grupo de hombres que creen en un plan común, que han aprendido a ser más que la suma de sus piezas. Un equipo que no se deja deslumbrar ni por el Camp Nou ni por el Metropolitano. Que no teme defender cuando toca, ni atacar con la cabeza fría cuando se abre la oportunidad.
La grandeza de este Elche no está en la tabla clasificatoria —aunque a muchos les duela ver al franjiverde por encima de históricos— sino en el espejo que devuelve a su gente. La ciudad, por fin, se reconoce en su equipo. Hay chavales que ya no miran al Madrid ni al Barça cuando sueñan con ser futbolistas: se ponen la franja verde porque sienten que representa algo verdadero. Y en un mundo de ídolos de plástico, eso es revolucionario.
Este club, tantas veces despreciado o relegado, hoy encarna una verdad incómoda para muchos: que se puede competir con los grandes sin tener sus presupuestos obscenos ni sus plantillas infladas de egos. Que se puede construir desde abajo, con paciencia, con humildad y con fe en que la disciplina también levanta catedrales.
Dicen que la fe mueve montañas. La del Elche no es fe ciega, es fe trabajada. La diferencia es enorme. La primera espera que suceda lo imposible; la segunda se parte el alma hasta que lo imposible se convierte en normalidad. Eso es lo que está pasando ahora: que ganar al Oviedo y al Levante, empatar con el Atlético y el Betis, tumbar al Celta o resistir en el Pizjuán ya no parece una heroicidad, sino un paso natural dentro del camino.
Esa naturalidad es el verdadero cambio. Porque cuando un equipo interioriza que merece estar arriba, deja de ser sorpresa y empieza a ser amenaza. Y ahí es donde estamos. Que nadie se engañe: el resto de clubes de Primera ya miran de reojo al calendario y sienten un nudo en el estómago cuando toca visitar el Martínez Valero.
Pero lo más emocionante de todo esto no ocurre en los despachos de LaLiga ni en las redacciones de los periódicos. Ocurre en las calles de Elche. En el murmullo de las cafeterías el domingo por la mañana. En los balcones que vuelven a colgar bufandas. En la ilusión de quienes habían dejado de creer en gestas y hoy vuelven a soñar despiertos. Esa transformación silenciosa es más poderosa que cualquier clasificación: es un pueblo reconciliándose con su bandera.
Y, sin embargo, no hay que engañarse: esto no es eterno. El fútbol, como la vida, no permite treguas. Llegarán derrotas, vendrán rachas amargas, volverán los días en que la portería se haga pequeña y la grada tiemble de miedo. Pero nada podrá borrar lo que ya se ha grabado: la certeza de que, con trabajo y convicción, incluso el más humilde puede mirar a los ojos al más fuerte.
Ese es el verdadero legado de este Elche invicto: recordarnos que los milagros no caen del cielo, se levantan con sudor y disciplina. Que los equipos no se construyen con fichajes rutilantes, sino con ideas claras y hombres que creen en ellas hasta las últimas consecuencias.
Quizá dentro de unos meses la clasificación sea otra. Quizá los grandes recuperen su sitio y los medios vuelvan a olvidar a este equipo. Pero habrá quedado en la memoria un tiempo en que el Elche enseñó a España lo que significa competir con dignidad. Un tiempo en que la franja verde dejó de ser un detalle estético para convertirse en un símbolo de orgullo.
En un país acostumbrado a vender humo y a olvidar rápido, el Elche ha levantado una verdad incómoda y hermosa: que hay clubes que, sin necesidad de estrellas ni favores, son capaces de escribir páginas que emocionan. Y eso, aunque lo llamen milagro, no lo es. Es trabajo. Es creencia. Es fútbol en estado puro.
Vía: Información
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