Piensas ¿qué haría Johan en esta situación?

Johan Cruyff, en una imagen tomada en El Montanyà

Johan Cruyff, en una imagen tomada en El Montanyà / Jordi Cotrina

Emilio Pérez de Rozas

Lo sabía, estaba tan seguro, pero tanto, que cuando, el pasado domingo leí esta frase de Jordi Cruyff, en la magnífica entrevista que Marcos López y Joan Doménech le hicieron en El Periódico, se me abrieron los ojos como nunca, vi la luz y supe, en efecto, que Johan nos había estado engañando a todos, toda la vida.

Su castellano, como probablemente ese holandés, que, según su compatriota Edwin Winkels, hablaba tan mal como el español, eran magníficos, exquisitos. Era él quien jugaba con nosotros, no con el idioma. El idioma le interesaba poco, le interesábamos más los demás, sus interlocutores y, sobre todo, por supuesto, le interesaba, quería, dominar la situación. Y ese lenguaje tan suyo, tan de “gallina de piel”, fue lo que le nos convirtió en sus esclavos.

Nos comíamos sus mocos y babeábamos ante él. Porque, como reconoce Jan Laporta, “era un artista, pues todo lo que hacía o decía tenía su punto de arte, de magia”. Y, como confiesa emocionado, con razón, David Torras, uno de los periodistas que más cerca estuvo siempre de Johan, “resulta poco menos que imposible hablar de Johan en pasado”.

La aparición de Johan Cruyff en Barcelona fue un regalo del cielo. Vaya usted a saber de quién pero, sin duda, fue un regalo de un ser superior. Alguien que deja de ser ‘El Profeta del gol’ para convertirse, simplemente, en ‘Dios’, como le llamaban, en secreto, en las catacumbas del vestuario, sus chicos “porque todo lo sabía, porque todo lo veía”, que convierte la vida de todo un país, no ya de una ciudad o un club, en la viva imagen de la revolución, alguien que aparece desmelenado a lo ‘beatle’ y con una impresionante rubia, Danny, a su lado (“que, encima, hacía anuncios en la tele”, apostilla Laporta), alguien que acaba convirtiendo la historia del Barça, del ‘més que un club’, en un antes y después de la aparición de JC, sí, sí, Johan Cruyff o Jesucristo, es alguien inolvidable, alguien a quien solo se puede recordar por su legado, ni siquiera poniéndole su nombre a un estadio o a la puerta 14.

El mayor homenaje

“El mayor homenaje que se le puede hacer a Johan es el que le hace el fútbol cada fin de semana cuando los equipos del Barça, de todas las categorías, juegan con sus ideas, con sus conceptos, con su manera de ver el fútbol. Y ese homenaje lo contemplan todos los demás clubs que se han unido a su forma de entender y descifrar el fútbol”. Tiene razón Andoni Zubizarreta, que pasó, lo mejor y lo peor, junto al maestro Cruyff.

Y tienen razón todos aquellos que, cada día, en cada situación delicada de su vida profesional o personal, reaccionan planteándose siempre la misma cuestión: “Para, piensa, tranquilízate ¿qué haría Johan en esta situación?”. ¿Por qué?, porque todos, todos, intentan, en situaciones delicadas, límites, encontrar, descubrir, inventar la misma genialidad que se le ocurriría a él en todos y cada uno de sus instantes.

Por eso, cuando le susurran al oído que Fulanito se desmarca muy bien, se le ocurre aquello de “pues no le marcaremos y así no se podrá desmarcar”. O cuando termina de dar la táctica un día y le preguntan cómo ve el partido, responde: “Fantástico, Charly (Rexach) y yo ya hemos ganado en la pizarra 5-0, ¡veamos que hacen los chicos ahora en el campo!”. O, cuando el rival, que era la mayoría de los casos, salía con solo un delantero, poner solo tres defensas “porque para vigilar a uno solo delante, tres defensas ya son muchos”. Esos planteamientos, esas respuestas, esa búsqueda, no solo de la originalidad, sino de la lógica, es la que siguen persiguiendo muchos de los que conocieron a Cruyff, sin saber, sin descubrir, que resulta imposible tener la genialidad que tenía JC.

Su aparición

La aparición de Cruyff, simplemente un genio, en Barcelona, con aquel aire europeo, holandés, revolucionario, joven, diferente, provocador, con su melenita, pantalones ceñidos y acampanados, chaquetas con solapas anchas y sí, por qué no, con un punto de autosuficiencia ¡porque podía, qué caray!, desprendiendo, emanando, regalando originalidad, conocimientos futbolísticos, arte, carisma, fue impactante en los últimos coletazos del franquismo, de la dictadura. Es evidente que Johan llegó a la única ciudad que podía acogerlo y entenderlo. Al único club que podía crear con él la complicidad que precisaba su fútbol, su personalidad, su carácter y, sobre todo, su visión de futuro.

Era evidente que primero debía impactar como futbolista, como líder, como impulsor de un Barça que no ganaba y, luego, convertirse en el patriarca de una época, de un estilo hasta ser el papa de la iglesia ‘cruyffista’. Llegó él y cambió todo. Todo. Llegó él y aprendimos que se podía centrar con rosca, incluso, con el empeine exterior del pie.

Que los laterales, como De la Cruz, podían recibir un pase suyo, de tacón, en profundidad y provocar el centro de gol. Que una falta suya iba, fijo, al pie o cabeza de Hugo ‘Cholo’ Sotil, cuyo “¡mamita, campeonamos!”, pronunciado por teléfono a su madre desde el vestuario de El Molinón, el 7 de abril de 1974, tras conquistar, 14 años después, la Liga al ganar por 2-4 al Sporting, perdurará de por vida en mi cabeza.

Como tampoco olvidaré la noche en que papá llegó a casa, pocos días antes de la Navidad del 73, tras un triunfo del Barça, en el Camp Nou, ante el Atlético y aquel gol magistral de Cruyff, volando junto a la escuadra del meta Reina, y dijo: “No sé si tengo el gol de Cruyff ¡porque el tío ha volado tan alto, que creo se ha salido del encuadre de mi Leica!”.

Salir del encuadre

Cruyff se salía siempre del encuadre, por su originalidad y porque se sabía único. El valor que le da la historia y todos los que convivieron con él en el interior del vestuario, o compartieron su vida, es el de ser, en efecto, un pionero en todo. Es el valor de cambiarlo todo, de ser original, distinto. En hacer cosas en las que, en principio, solo creía él. Era mucho más intuitivo y genial que metódico.

Y, sobre todo, muy valiente, entre otras cosas porque estaba muy convencido de lo que hacía y de que funcionaría. Cuando Johan le decía a un lateral que sería el mejor extremo del mundo, aquel tipo, fuese quien fuese, saltaba al césped y se comía la banda. Y, sí, triunfaba, ya el primer día, como extremo-extremo.

El amor, la fama, la globalización que vive ahora el Barça, de la mano de Leo Messi y los herederos de Johan Cruyff, empezó, cómo no, con el ‘Profeta del gol’, con ‘Dios’, con ‘JC’, con ‘El Salvador’, como explica Winkels que le llamaban “extrañamente” en Holanda.

De la mano de Cruyff, el Barça empezó a ser un club diferente, admirado, elogiado, imitado y, por supuesto, empezó a jugar el mejor fútbol de la historia. Fútbol que, luego, perfeccionó como entrenador y acabó convirtiéndose en la última gran revolución táctica, estratégica y futbolística en el mundo del balompié. Y, sí, con Cruyff, el Barça empezó a ser querido en todos los rincones del mundo. En todos.

La nueva dimensión

“La dimensión pública de Johan”, explica a menudo Jan Laporta con muchísima razón, “trascendió al futbolista, al entrenador, al padre, al marido, al amigo, al asesor”. “Esa pregunta que flota en el ambiente de cuestionarnos siempre qué haría Johan en esta situación es del todo cierta. No es fácil olvidar lo que representó Johan para todos nosotros y, muy especialmente, claro, para los culés, que llevábamos años, muchos años, viendo perder a nuestro querido Barça. Llega él y empezamos a ganar. En aquel invierno del 73 ¡íbamos últimos! Y no paramos de ganar hasta conseguir la Liga, 14 años después, pasando por el Bernabéu y dejando el resultado más impresionante de la historia: 0-5, sí, 0-5”.

Pasados ya 43 años, podemos decir que, en aquel momento, muchos, todos, los culés exclamaron mirando al cielo aquello de “ya me puedo morir en paz”, incapaces de comprender, de entender, que aquella inmensa felicidad, aquel “¡mamita, campeonamos!”, era solo el inicio de una luna de miel interminable con Cruyff y, sobre todo, el nacimiento de un modelo, de un estilo de juego, de interpretar el fútbol que, no solo colmaría su felicidad, sino que impactaría en el mundo entero.

Cruyff, pese a ser muy holandés, mucho, y no dejar de serlo nunca (incluso del Ajax, por supuesto, con quien siguió colaborando durante muchos años), se convirtió en un ciudadano más (e importante) de Barcelona, de Catalunya. Y siempre quiso devolver a su gente, a la gente que le quería y admiraba,  buena parte de ese cariño. Puede, sí, que el detalle de ser, incluso, seleccionador catalán, fuera una de esas maniobras premeditadas, no así ponerle de nombre a su hijo Jordi, que lo hizo con el alma y, según Laporta, “por la provocación de impedírselo la ley, cosa que a Johan le hizo ser aún más tozudo, hasta conseguirlo. Siempre contaba que había driblado al empleado del Registro Civil y había conseguido llamar a su hijo Johan Jordi”.

Hace un año que nos dejó y sigue vivo. Hace un año que nos dejó y ya le encontramos a faltar. Hace un año que nos dejó y poco nos importa a muchos, como recuerda el gran ‘Zubi’, cómo decida el Barça homenajear al genio que puso en marcha la fábrica de los sueños. El homenaje aparece cada día sobre el césped. Y, cuando no se juega como inventó Cruyff, se nota. Es su sello.

El sello que algunos, como el ganador Pep Guardiola, intentan que perdure sin él. Como recordaba no hace mucho el ‘mago de Santpedor’, “Johan ya se había convertido en una especie de abuelo, de simpático y venerable ‘avi’, al que acudes para pedirle consejo, para lo que sea, y siempre está dispuesto a escucharte y, por supuesto, regalarte su sabiduría”.