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La vida en una onza de chocolate

© Luis.F.V.V.Boullosa
Ana Lozano, de Montpellier a Guadalajara. Aquí está la gran revelación del invierno de nuestro atletismo, a un segundo de clasificarse en el 3.000 para el Europeo de Belgrado.

La vida en una onza de chocolate negro. “Siempre”, agrega Ana Lozano, ayer en Montpellier y hoy en Guadalajara. Y hoy, como ayer, cada noche, después de cenar, su cuerpo se concede esa onza de chocolate que es como su amuleto. “He aprendido a cuidar al máximo mi alimentación. Incluso, me vale para estabilizarme . Pero a eso me parece que no podría renunciar”, explica delante de su entrenador, Javier Cañadillas, un tipo de la generación del 73 de Guadalajara que lo llama “ese cuadrado de chocolate” y que le vale para explicar una sonrisa, la de Ana Lozano, que podría ser como una habitación con vistas al mar. Una atleta en la flor de la vida como sus piernas que, a diferencia de la última canción de Sabina, no niegan nada ni esconden lo que no se sabe durante cuanto tiempo podrá seguir diciendo, porque “cada día que pasa puedo renovar esa frase y decir, ‘acabo de realizar el mejor entrenamiento de mi vida'”. Y entonces aparece la voz de su entrenador que es como un viaje a Nueva York. “En los próximos cinco años Ana está destinada a comerse el mundo”.

Ana es la atleta de la onza de chocolate, la misma que el pasado sábado terminó llorando un entrenamiento brutal, “tras diez cuestas de 100 metros y dos cambios de 3’00” minutos”, en los que el entrenador se apartó. Se alejó de ella no porque quisiera renunciar a esas lágrimas, “sino porque llorar a solas relaja”, y ella no sabe decir “si esas lagrimas sacan lo mejor o lo peor de mí”. Pero Cañadillas siempre recordará ese día como una lección. “Al rato, Ana vino a mí y me pidió disculpas por su actitud”. Quizás porque volvió a descubrir que la vida es así, un juego de contrastes entre la libertad de tomarse una onza de chocolate y el sueño de clasificarse por primera vez a un gran campeonato, el Europeo de pista cubierta de Belgrado en marzo.

“Entrenar como un burro y no recoger los resultados (…) esa es una parte de la vida que muchos atletas no conocen y que hay que explicar” afirma su entrenador.

La esperanza que arranca cada día, a las seis de la tarde en la pista de Guadalajara, a las afueras de la ciudad, junto a la carretera de Barcelona. El frío entonces es sabio, persuasivo como el optimismo que provocan esos ojos de Ana. Un libro abierto en el silencio de hoy, en el que sólo se trata de escuchar lo que cuentan de la vida él o ella, que va en bicicleta al entrenamiento, esa costumbre europea que se le quedó de sus días en Groningnen, en Holanda, estudiante de Erasmus, master en Biología evolutiva, los dos últimos años. Marchó con dudas e, incluso, antes de marchar, le preguntó a Javier, el entrenador:

– ¿Qué hago?  ¿Qué haría tú?

Pero entonces no hubo respuesta, “porque esa no era mi respuesta”, explica Cañadillas, “sino la suya”. Y Ana marchó. Y repartió su vida estos años entre Alemania, Holanda y Francia, donde no dejó de entrenar a distancia ni aun así de mejorar los tiempos. “Salía a entrenar al anochecer a veces por sitios que no hubiera imaginado nunca”. Pero no era como ahora en Guadalajara, donde regresó el pasado verano para volver a domiciliar su sueño de atleta y para descubrir que, a los 25 años, todavía hay tiempo. Todavía sobra como si volviéramos a ayer, a ese viejo día en el que conoció a Javier Cañadillas, el entrenador, el hombre que entonces se recuperaba de las heridas de la vida. “A los dos meses le pedí que si me podía entrenar”, recuerda ella. “Y no sé por qué, pero desde entonces sentí una química con un entrenador que no había sentido nunca”. Quizá porque en la voz de Cañadillas perdura la letra de una canción que invita a recordar lo mucho que vale un momento, la experiencia de una bala perdida. “A veces, hablo de mi caso que no sé si será un ejemplo. Pero tras la muerte de mi padre me quedé sin fuerzas para correr. Me cansé de entrenar como un burro y de no recoger los resultados y esa es una parte de la vida que muchos atletas no conocen y que hay que explicar”.

“Jamás pude imaginar cuando me saqué el título de entrenador que yo fuese a dirigir a una atleta de esa categoría”
Ana Lozano y Javier Cañadillas en Gallur el pasado sábado

De ahí el valor de toda esta historia, el inicio de este sueño que los une, la necesidad de disfrutar esa onza de chocolate y de no protestar por el frío que hace. Cañadillas, en realidad, no sabe como agradecerlo. Él venía de Vietnam. “Una noche cenaba tranquilamente con mi padre y a la mañana siguiente me lo encontraba muerto de un infarto fulminante. Acababa de jubilarse después de toda una vida trabajando él de conductor de ambulancia y mi madre en la limpieza. Acababa de comprarse con los ahorros de toda una vida un apartamento en la playa al que mi padre sólo pudo ir una vez. Aquello me derrumbó, porque él era el hombre que siempre estaba a mi lado, que me acompañaba a todas las carreras. No sólo perdí a un padre. Lo perdí todo”.

Necesitó ocho años para volver a la pista, alejado del atleta que hizo 28’52” en 10.000 en su época, para regresar a sus orígenes y encontrar a esa muchacha, Ana Lozano, que hoy es la tierra prometida. “No sólo era la zancada, no sólo era el apoyo, lo era todo”. Fue el contraste más puro con esos últimos ochos años. Quizá por eso hoy Cañadillas lo valora como “un regalo del destino. Jamás pude imaginar cuando me saqué el título de entrenador que yo fuese a dirigir a una atleta de esa categoría”.

Pero así son las vueltas que da la vida, el resumen de hoy y mañana. El mapa de un suspiro. El sueño que ha cogido carrerilla y que Ana Lozano, la verdadera protagonista, respalda “sin miedo. Excepto unas clases que doy a niños y un curso de postgrado en la Uned, he decidido entregar estos años al atletismo”. Saldrá o no saldrá, pero ya nunca se olvidará este invierno, la mañana del cross de Itálica, el músculo que se ha ganado y el peso que se ha perdido, toda la vida que ha llegado a sus casas. “De Ana he aprendido que la gente joven todavía tiene ganas de cambiar el mundo”, explica el entrenador, impaciente por sacarse el billete de avión para el Europeo de Belgrado. “Pero todavía no lo he hecho, porque no quiero precipitarme”. La prudencia es poderosa, dentro y fuera de la tierra. Incluso en momentos como estos en los que es probable que mañana Ana Lozano vuelva a hacer el mejor entrenamiento de su vida y lo celebre por la noche con esa onza de chocolate negro que, en vez de un pecado, volverá a ser una virtud. Y el padre de Javier Cañadillas, que nunca dejará de ser el otro yo del entrenador, posiblemente lo celebrará desde el cielo. Y, si es así, no habrá nada, nada, que negar al futuro.

@AlfredoVaronaA


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