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El beso robado a la San Silvestre

La historia ya tiene casi 20 años con aquel atleta que se inscribió como un popular y ganó como una estrella en la Internacional

No estaba invitado, pero no fue  irremediable. Al menos, en su cabeza que nunca fue como las demás. Un retrato de hombre inexplicable con solo palabras. Atleta y padre de familia numerosa que seguramente le escuchó decir alguna vez que no había que ser como los demás. Que Carlos Lopes había ganado el maratón en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84 y que la noche anterior había cenado un filete con patatas, un solomillo, un entrecot o lo que fuese. Las reglas no tienen por qué ser para todos iguales y él siempre será un fabuloso exponente de esa corriente. Un heredero directo de aquella vieja idea de Saramago, “existen dos superpotencias en el mundo. Una es EEUU y otra eres tú”.

Así que aquella última tarde de diciembre a él le volvió a dar igual. Ni siquiera recuerdo ya el motivo por el que no fue invitado a la San Silvestre Internacional, la reivindicación  que defendía esta vez, el último libro que había leído o la tienda en la que  fue a comprar el dorsal. Su cabeza era un romántico país en el que no existía gobierno. Mandaba Robin Hood y, en la frontera de lo extraordinario, él  podía ganar en calcetines una medalla de bronce en un  Europeo de cross después de perder la zapatilla en la carrera.

“Podía vivir y morir al mismo tiempo, ser derrotado y ser ovacionado”

Podía proponer un ritmo suicida desde el minuto uno y no arrepentirse de nada. Podía vivir y morir al mismo tiempo, ser derrotado y ser ovacionado, porque aquel atleta era así. Un león indomable, que podría haber nacido en Etiopia o en Cabo Verde. Un tipo que odiaba la vulgaridad y los contratos a jornada completa. Si pisaba cristales debían ser cristales de Bohemia. Y si la mayoría de los días no hacía caso a su mítico entrenador no pasaba nada que la poesía no entendiese. Al menos, en su cabeza, que sólo obedecía a sus piernas o a sus horarios. No es justo que la felicidad se quede encerrada en una caja fuerte.

Nadie lo quiso tanto como el pueblo, que celebró sus gestas como si todos los días fuesen 14 de febrero. Incluida aquella noche en la San Silvestre en la que lo único que le faltó fue el revólver para liarse a tiros. Pudo ser un loco y seguramente fue un loco como repetía a voces el gran Manuel Pancorbo. Pudo ser inolvidable y lo fue en las durísimas calles de Vallecas o en el estadio del Rayo donde logró lo que no lograron nunca Gebresselasie y Tergat, los dos dominadores de esa época. Pero él iba a hacerlo con ese punto de horror o de genialidad sin el que no entendía la vida. No se trataba de ganar 1.000 dólares sino de no olvidarlo nunca.

“La diferencia es que los fugitivos no ganan y él ganó en un territorio sagrado. De aquello queda una proeza descomunal y una noche inmortal”.

En realidad, él nunca fue uno más. Un tipo extraño desacostumbrado a entrar a las casas por las puertas. Aquel hombre lo hacía por las ventanas, como en las películas de Billy Wilder, para preparar las bodas en cinco minutos. Por eso aquella San Silvestre, que corrió y ganó, desautorizando a los dueños, actúa en el recuerdo como los penaltis de tacón que marcaba Sócrates o los regates de los que salía  Garrincha, junto al banderín de corner, en la selección brasileña de Pelé. Él también podía haber nacido en esa época y no hubiera cambiado nada. Seguiría siendo un tipo genial capaz de entrenar como una bala e incapaz de pedir una indemnización. Así que cuando perdía lo hacía con una grandeza que nos llevaba a sentirlo a todos por igual, a jefes o asalariados, a hombres o mujeres.

Su biografía fue extraña como esa San Silvestre en la que entró por la ventana como los fugitivos en la vida real. La diferencia es que los fugitivos no ganan y él ganó en un territorio sagrado. De aquello queda una proeza descomunal y una noche inmortal. Las escrituras de la carrera lo aceptaron a duras penas. Pero, en realidad, el recuerdo no las necesita para recordar lo que pasó aquella noche. Todavía hoy es maravilloso de contar, porque ya no suceden cosas así: ya no quedan atletas como él que sólo cedió ante la dictadura de los años. De aquello han pasado casi dos décadas que nos arrugaron a todos por dentro y por fuera. También a él, que marchó a vivir a Santander para  inaugurar una nueva vida junto al mar. Alli, a los 47 años, todavía brilla la figura de aquel hombre, Fabián Roncero Domínguez, cuyo cerebro sigue siendo único e inexplicable.

@AlfredoVaronaA


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