La ley de Murphy llega al Camp Nou

El FC Barcelona fue barrido por la Juventus (3-0) en la ida de los cuartos de final de la Champions League

El FC Barcelona fue barrido por la Juventus (3-0) en la ida de los cuartos de final de la Champions League / Valentí Enrich

J.Mª Casanovas

J.Mª Casanovas

El Barça está herido pero no está muerto. Su juego ha perdido solidez, los resultados reflejan una irregularidad alarmante, las vacas sagradas acusan el paso de los años. El chicle de una generación de oro se estira más de la cuenta. Ha llegado al límite, no da más de sí. Fracasar no es perder en Turín, fracasar es haber fichado una serie de jugadores que no sirven para el futuro. Aquí no falla solo el entrenador, la dirección deportiva también está en entredicho. La mediocricidad y las excusas son las mentiras de los ineptos. No vale decir que tenemos la mejor plantilla y después no echar mano de ella. El dinero no garantiza el éxito si las inversiones son equivocadas. No hay que tener miedo a la competencia de los otros, sino a la incompetencia de los propios. Tenemos la sensación de que la ley de Murphy ha llegado al Camp Nou para quedarse: cuando algo va mal, tiene tendencia a empeorar. Este principio formulado en 1949 por un ingeniero aeroespacial inglés no es un pesimismo sin fundamento, es fruto de investigaciones y pruebas de memoria selectiva.

Hay dos tipos de entrenadores fuera del campo, los que se creen que lo saben todo –Mourinho dixit– y los que no saben mantener las formas. Luis Enrique se ha mostrado un incompetente en las relaciones humanas. Tras la debacle de París cargó su decepción contra la prensa, después de la frustración de Turín disparó con bala contra los propios jugadores. La palabra nunca debe servir para herir, sino para curar. Esto no se lo ha enseñado su psicólogo particular. El técnico asturiano se disparó un tiro al pie, por un día se creyó que era Cruyff y les dijo a la cara lo que había callado muchas veces, criticó la falta de actitud y valentía. El equipo se lo ha tomado como una traición, como un golpe bajo que no puede conducir a nada bueno. No olvidemos que la energía positiva hace avanzar mientras que la negativa hace retroceder.

Los años arrugan la cara, perder el entusiasmo arruga las piernas. Del Barça que ganó a la Juve en Berlín hace dos años en la final de la Champions al del pasado martes media un abismo. No solo corre menos que el rival, flaquea en defensa, muestra lagunas tácticas, ha perdido presencia en el centro del campo, no tiene un banquillo de garantía y no siempre aparece San Messi. Está claro que nos acercamos al final de un ciclo, el mejor de la historia del Barça. Todavía se puede salvar la temporada, pero no olvidemos que la distancia entre los sueños y la realidad es la confianza. Y la confianza es como un jarrón de porcelana, cuando se rompe es imposible recomponerla. Las derrotas consecutivas de Málaga y Turín han hecho mucho daño. Entre el vestuario y el entrenador se ha levantado una barrera de incomprensión que constituye una peligrosa amenaza. Se ha terminado el buen rollo, los jugadores se sienten vendidos. Luis Enrique nunca ha sido un entrenador querido en el vestuario, tan solo era respetado. El problema es que ahora que saben que no continuará, ni le respetan ni le creen por mucho que desmienta sus declaraciones. A día de hoy el Barça camina peligrosamente por encima del alambre.